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Columna
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Mi reino por un voto

Los mítines de apertura del curso político celebrados el pasado fin de semana, las declaraciones de los líderes de los partidos y los sondeos sobre intención de voto han iniciado la carrera hacia las urnas sin calentamiento previo. Ese tempranero chaparrón de promesas vertidas sobre los ciudadanos podría llegar a aburrir a sus teóricos beneficiarios a menos que el calendario de la campaña graduara los esfuerzos. En sus declaraciones al director de EL PAÍS del domingo pasado, Zapatero renovó un compromiso adquirido en 2004: la renuncia a luchar por la investidura presidencial si no consiguiera en las legislativas -como mínimo- un voto más que Rajoy. No se trata de que el futuro candidato socialista haga de la necesidad virtud, aceptando de antemano como una rendición voluntaria la derrota inevitable a que le condenaría la mayoría absoluta de su contrincante en las urnas. El presidente del Gobierno tampoco imita al despechado caballero del cuento que desiste de pedir la blanca mano de Doña Leonor: el compromiso de Zapatero constituye una respuesta a los complejos dilemas planteados por la eventual discrepancia en las legislativas de 2008 entre el total de los votos escrutados y la suma de los diputados elegidos.

Ciertamente, las mayorías absolutas de los candidatos que llegan a la meta en segundo lugar si se atiende sólo a los votos recibidos son deslucidas en términos políticos pero carecen de implicaciones operativas. George W. Bush fue elegido presidente en noviembre de 2000 con menos sufragios pero más compromisarios que Al Gore; también el sistema electoral británico de distritos uninominales fabrica mayorías absolutas en Westminster a favor de partidos receptores de un número menor de votos que la minoría parlamentaria. Según cálculos del profesor Colomer en El arte de la manipulación política (Anagrana, 1990), un partido español que tuviese sus votos repartidos geográficamente de la manera más adecuada para beneficiarse de las ventajas ofrecidas por la ley electoral podría alcanzar la mayoría absoluta en el Congreso con el 32,68% de los sufragios.

Sin embargo, la discrepancia entre los votos recibidos y los escaños obtenidos crea situaciones paradójicas cuando reina la mayoría simple. El sistema electoral del Congreso está diseñado -según mandato constitucional- de acuerdo con criterios de representación proporcional; sin embargo, no es imposible -aunque hasta ahora no haya ocurrido- que el partido ganador en los comicios por número de votos tenga menos diputados que su adversario si se atiende a los escaños. La fijación de las provincias como circunscripción electoral, el mínimo de dos escaños atribuido a cada una de ellas con independencia de su censo y la sobrerrepresentación de los territorios menos poblados explican las discordancias entre sufragios y diputados, desfavorables para los socialistas a la hora de la investidura: ese mecanismo distorsionador de la transformación de votos en escaños fue ideado durante la transición para favorecer a las opciones de centro y de derecha. Si el PP obtuviese en las legislativas de 2008 más escaños que el PSOE sin alcanzar empero la mayoría absoluta, los socialistas podrían formar Gobierno gracias al apoyo de otros grupos siguiendo la lógica parlamentaria.

Sin embargo, el anunciado desestimiento de Zapatero como aspirante a la presidencia establece de manera voluntaria un límite a la negociación factible o incluso segura de su investidura con partidos aliados: de esta forma, el candidato del PSOE renuncia desde ahora a renovar su mandato si tuviese un voto menos -"mi reino por un caballo" clamaba en vano Ricardo III- que el PP en las legislativas. La ampliación de esa doctrina samaritana para incluir la elección de los presidentes autonómicos por sus parlamentos y de los alcaldes por los ayuntamientos perjudicaría al PSOE. La concentración del voto de la derecha garantiza al PP una desahogada mayoría simple -cuando no absoluta- en buen número de regiones y municipios: sólo las alianzas entre la izquierda y los nacionalistas pueden conseguir que las instituciones reflejen adecuadamente el pluralismo social. El compromiso asumido por Zapatero para la presidencia del Gobierno es la excepción a la regla, aconsejada tal vez por la prudencia política en medio de un exasperado clima de crispación ideológica.

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