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Columna
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En el umbral

Dejando atrás "el viejo, sabido e indeleble" perfume de su ciudad provinciana, explorados todos sus rincones y resquicios, Francisco Umbral llegó a Madrid embozado y noctámbulo para hacerse con ella o reinventarla a su modo y medida, joven airado, golfo literario, todavía entre tímido e irónico, que esgrimía el estilete de su pluma para defender su ego solitario y amagaba ficticios ataques contra las sombras que le oscurecían. Pura estampa de esa nómina de imperecederos personajes literarios y literaturizados, jóvenes arribistas que pisarán Madrid en otras épocas, muchas veces trasuntos de ficción de sus autores que trufaban con la narrativa sus propias vidas. Este Umbral llevaba en su equipaje algunos libros de su autoría, crónicas generacionales, relatos más o menos autobiográficos como sus Memorias de un niño de derechas, y soñaba con la gloria literaria de los malditos, sin ser poeta ni habitar París, ni ser París la ciudad aquella de luminarias, de luces tan brillantes que sobraban para iluminar un rincón del Parnaso habilitado para los cultivadores de flores del mal, extravagantes y canallas, dandis desarrapados, rastreros y exquisitos.

El Manzanares no era el Sena, no era Recoletos Saint Germain, ni el Gijón el Flore, pero Franco, aunque decrépito, seguía siendo Franco y "el niño de derechas" brujuleaba entre viejos rebeldes y verdes y poetas paniaguados y floreados que se hacían hueco en las tertulias exhibiendo la generosidad de sus carteras para compensar las carencias de su numen y hacerse perdonar las nóminas y los premios con los que el Régimen generalísimo premiaba a sumisos y cantamañanas al sol que más calienta.

La gloria y la miseria de los cafés literarios madrileños, de Valle Inclán a Dorio de Gádex, de Cansinos a Gálvez, había quedado reducida, aparcada en la pecera del Café Gijón, espacio insuficiente para tanto ego descomunal, grandes escualos, rémoras diligentes y cardúmenes de pececillos atraídos por la frenética actividad verbal y gestual de la bohemia ilustrada y sus disfraces. No era el Gijón el Flore, ni Chueca el Barrio Latino, embozado en su bufanda de falso bohemio, Francisco Umbral recalaría después en la Costa Fleming, península de Corea, barrio de Chamartín, colonizado por yanquis de Torrejón que utilizaban las barras americanas como tabernas portuarias y cabezas de playa en la conquista de la noche triste y cutre de Madrid que lucía sus galas prestadas en las güisquerías sin glamour impostadas de falsas vedettes, prometedoras artistas del destape carnal que llegaría con la muerte y corrupción del cuerpo excelentísimo.

Y la ciudad se iba haciendo en la prosa irónica y sentimental del autor hasta culminar en su Trilogía de Madrid, crónica deslumbrante de una urbe total descompuesta en sus átomos, ciudad bombardeada y reconstruida con arte y oficio por su ingenio. En el día a día de sus artículos periodísticos, Umbral trazaba su mapa personal de la vida cultural, social y política de un Madrid, que era más que Madrid, ciudad centrípeta y excéntrica capital del Estado de las Autonomías. Inventor de sí mismo y de sus circunstancias, Umbral destilaba en las páginas de la prensa su versión particular y personalísima del mundo alrededor, proyectaba sus filias y sus fobias y pasaba entre líneas, manchadas de negritas, del entusiasmo al sarcasmo, de la loa a la sátira, siempre mordaz y a menudo atrabiliario.

Umbral nunca se acomodó del todo en los peluches de la nostalgia, visitador de chozas y palacios, antros y salones, salió a la calle para captar los destellos navajeros del punk de Ramoncín y los engañosos brillos de la bisutería de la movida madrileña para recalar en 1995 en los irredentos descampados del cinturón marginal de la ciudad con Madrid 650, desgarrada y desgarradora visión de las zahúrdas de la droga y la delincuencia, retrato al aguafuerte de un submundo atroz y demediado.

En las últimas líneas de la novela El Jero, cabecilla de la tribu suburbial, abandona su guarida en un vagón de tren varado entre desmontes para tomar Madrid, "una gran tienda abierta para todos donde no tienes más que llevarte lo que te gusta y nadie paga". El Jero camina "hacia ese resplandor rojo y tibio, penetrable y extenso que es Madrid". Fuego a las cenizas.

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