El lugar de la virtud
Adquirí en el mercadillo del pueblo, por sólo nueve euros, un reloj que, una vez en casa, resultó atrasar un minuto al día. Un minuto al día no es nada; total, siete a la semana, pero a mí me dolía como una llaga en el paladar. Al poco, vi uno idéntico en otro mercadillo y me lo compré también. Por casualidad, este adelantaba un minuto diario, justo lo que el otro atrasaba. Me puse el que atrasaba en la muñeca izquierda y el que adelantaba en la derecha. Así, si en uno eran las dos menos un minuto, en el otro eran las dos y un minuto. Habiendo sido educado en la idea de que en el centro está la virtud, deducía sin problemas que eran las dos en punto.
Los cálculos no resultaban siempre tan sencillos, pues había ocasiones en las que en uno eran las siete y trece y en el otro las siete menos trece, lo que me obligaba a efectuar operaciones aritméticas para las que no estoy dotado. Me acostumbré, no obstante, a vivir así, y con el tiempo yo mismo llevaba en unas cosas idéntico retraso al adelanto que llevaba en otras. Perdía por el lado izquierdo las plusvalías que obtenía con el derecho o desescribía el martes lo que había escrito de más el lunes. Comprendí entonces que la virtud no está en el punto medio, sino un poco desplazada, pero no logré averiguar hacia qué lado.
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