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Los incendios arrasan Grecia

El fuego atenaza la mítica Olimpia

La gente intenta escapar como puede, aterrorizada por el creciente número de muertos

Olimpia tiene un pasado esplendoroso, pero un presente muy incierto, incluso negro teñido de un rojo muy intenso y ceniza blanca. Los devastadores fuegos que azotan la península del Peloponeso, en Grecia, llegaron ayer al mítico pueblo que vio nacer los Juegos Olímpicos hace 28 siglos, y seguían llevándose por delante todo cuanto encontraban a su paso.

El descontrol es absoluto y, a falta de indicaciones de las autoridades, la gente trataba de escapar como podía, sin ninguna garantía, aterrorizados por el número de muertos -56, según el balance de ayer- y encomendándose a Dios, o quizá a Zeus, el dios de la Grecia clásica al que tanto se honró justo en este lugar.

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Olimpia es ahora una población de apenas 1.000 habitantes que vive completamente del turismo. Ayer a mediodía parecía una ciudad fantasma sobre la que llovía ceniza. Algunos turistas, muy pocos -entre ellos una familia valenciana- tomaban café contemplando el dantesco espectáculo que se aproximaba: una densa columna de humo rojizo. Nadie sabía qué hacer: algunos comercios cerraban; unos se iban corriendo por la izquierda, otros por la derecha. Lo único claro era que el fuego se acercaba y amenazaba a las personas, no sólo a las valiosas ruinas situadas a menos de un kilómetro de la población. El Ejército se movilizó para salvarlas, pero nadie parecía acordarse de las personas.

"Si el fuego llega aquí, estamos completamente acabados. Sin ruinas, no tenemos nada que hacer", explicaba Thalia, ateniense de unos 40 años que vende bocadillos en el centro del pueblo. El fuego se veía a apenas dos kilómetros, pero ella seguía preparándolos, nerviosa y con la vista fija en el horizonte. La luz se cortaba de forma intermitente y algunos, muy cerca, gritaban.

La terrible ola de incendios que afecta el Peloponeso, uno de los lugares más emblemáticos de Grecia, donde las aguas cristalinas se dan la mano con las montañas y los apasionantes dioses clásicos se entremezclan con pasajes clave y muy reales de la historia de la humanidad, se ha cobrado ya 56 víctimas y ha arrasado miles de hectáreas y quién sabe cuántas valiosas ruinas. Los focos nacen y se reproducen, pero parecen no morir nunca, y todos los medios resultan escasos. La gente ha acabado entendiendo que sólo depende de sí misma para escapar del infierno, porque no puede contar con las autoridades, completamente desbordadas por tantos frentes simultáneos y la virulencia del meldemica, ese viento griego que ayuda a soportar el bochorno del verano pero que ahora se ha convertido en una pesadilla para todos.

Lo que pasó ayer en Olimpia se ha reproducido en las últimas horas en muchos puntos de la bella península, ahora convertida en un inmenso crematorio. Tres policías se atrincheraron en su pequeño cuartel sin conexión telefónica. Algunos soldados del Ejército se situaron en el camino que lleva a la antigua Olimpia para impedir el paso a los turistas -¿turistas? ¿qué turistas?-, y aseguraban que estaban regando las ruinas para protegerlas. Pero nadie acudió al centro del pueblo, donde muchos huían despavoridos al ver acercarse las llamas, sin saber ni siquiera qué ruta tomar.

Este mismo nerviosismo por partir como sea, sin saber qué camino tomar, se ha cobrado ya unas cuantas víctimas. Nueve personas fallecieron en Zaharo, en la costa oeste, junto al mar Jónico, en dos coches que trataban de huir a ciegas. Y otras cinco en Leondari, en el centro de la península, junto a la antaño poderosa Megalópolis. Eran cinco jubilados que vieron en peligro su casa y huyeron. A menos de un kilómetro del pueblecito podía verse ayer aún su coche, completamente calcinado, con algunos restos de sus huesos perfectamente visibles y la cacharrería humeante.

"Estoy destrozado, eran mis amigos desde hace más de 50 años", acertaba a decir con los ojos enrojecidos Tsarpalos Fotios, de 63 años, mientras mostraba algunas casas calcinadas en el mismo centro del pueblo, de 300 habitantes, ayer sin agua ni luz ni teléfono. Todos los montes a su alrededor parecían sacados de la luna o de otro mundo aún más inextricable. Y así estaba ayer casi la mitad del Peloponeso: postes de electricidad cortados por la mitad y ardiendo, columnas de humo delante -y detrás, y a la izquierda, y a la derecha-, árboles y rocas en medio de carreteras intransitables, casas destrozadas, gente huyendo.

De todo se podía ver, salvo autoridades. En un recorrido de más de 300 kilómetros en el Peloponeso, de oeste a este, podían contarse con los dedos de una mano los policías o soldados. Y aún sobrarían dedos si el macabro juego consistiera en contar los hidroaviones que sobrevolaban toda una región en llamas. "Aquí no viene nadie, pero no tengo miedo porque ya está todo quemado", explicaba Osadinos, ganadero que llenaba cubos de agua en una fuente cerca de Andritsena.

Muchos pinos y encinas fueron arrasados. Pero, sobre todo, se quemaron olivos. Los griegos saben como nadie que el olivo no es un árbol cualquiera: aporta la maravilla del aceite y crece muy despacio. Algunas zonas devastadas albergaban olivos milenarios que habían sobrevivido a los otomanos, a los rusos, a los nazis, a los mismos griegos matándose entre sí, incluso a los lúgubres coroneles. Hasta ayer.

Un bombero griego trata de apagar el fuego en la isla de Eubea, al norte de Atenas.
Un bombero griego trata de apagar el fuego en la isla de Eubea, al norte de Atenas.EFE
Una familia observa el fuego desde una playa en la isla de Eubea, donde se ha refugiado.
Una familia observa el fuego desde una playa en la isla de Eubea, donde se ha refugiado.REUTERS

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