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Columna
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Sin maravilla

Las primeras siete maravillas no hemos podido admirarlas de vista, con excepción de las pirámides de Egipto, las hemos apreciado sólo de oído. Hemos aceptado, por confianza en la memoria de los siglos, la grandeza de obras desaparecidas: la estatua de Zeus olímpico, el Coloso de Rodas o el Mausoleo de Halicarnaso. A la maravilla esa invisibilidad le sienta como su nombre indica: refuerza su prestigio, entre otras razones, porque alienta la curiosidad y favorece las respuestas imaginativas. ¿Qué fundamentaba la excepcionalidad de los Jardines Colgantes de Babilonia? ¿Hasta dónde alcanzaba el esplendor del faro de Alejandría? La ausencia ha sido para las primeras siete maravillas como una mano que las acariciara con un guante perfecto, actualizándoles sin cesar el brillo.

Porque lo maravilloso tiene que ver con el misterio; y en eso las siete nuevas tienen todas las de perder. Para empezar, podemos verlas, es decir, juzgarlas; lo que encoge la verdad maravillosa, convirtiéndola en una simple versión. O por decirlo de otro modo, las nuevas maravillas no es que lo sean sino que se lo parecen a la mayoría de las personas que han votado. Pero la existencia de una mayoría implica la de una minoría y con ella, la de la objeción o el cuestionamiento de lo decidido. Personalmente a algunas de las elegidas les doy buena nota, a otras un aprobado justo; pero un par suspenden. En fin que, como sucede en la política, una elección plantea siempre la cuestión de sus razones: las ideologías, las esperanzas o los intereses que están detrás del voto. Y esos debates tampoco favorecen lo maravilloso, porque lo colocan en el terreno de la realidad, entre los temas de lo cotidiano; desdibujan así su paisaje intuitivo, congelan su emoción mágica, domestican su genio que es por definición desobediente, resistente a la lógica práctica.

Las siete maravillas antiguas aspiraban a reforzar el prestigio del pasado. Parece que la aspiración de las siete nuevas tiene mucho más que ver con el refuerzo de las arcas del presente, con la consolidación de la rentable trilogía: elección-publicidad-turismo. A partir de ahora los siete nuevos destinos se promocionarán siempre con su título o incluso sólo por su título. Las invitaciones al viaje turístico dirán cosas como "Visite usted tal o cual maravilla del mundo", o "¿Cuántas maravillas le faltan aún por conocer? Complételas todas en una sensacional oferta". Lo que no deja de plantear problemas, incluso seriamente económicos. Porque si esas siete grandes acaparan toda la atención, ¿qué va a pasar con las demás? ¿No va a producirse un fenómeno de aplastamiento de la mayoría por la minoría? ¿Estas siete obras que acaban de obtener papeles de gloria, no van a empañar el estatus del resto de magnas obras (ahora en situación de indocumentadas), a debilitar el capital económico y cultural de tantos y tantos monumentos grandiosos que de repente se han quedado solos en el mundo, huérfanos de cobertura maravillosa.

Aunque yo dudo de la eficacia de esta operación de etiquetado. No se necesitaban elecciones para decidir, por poner sólo un ejemplo, que Chichén Itza es una maravilla (la relación de la belleza con el voto no es sustantiva ni de definición, sino como mucho de gestión adjetiva). La gente ya se había dado cuenta; y de que está rodeada de otras manifestaciones espléndidas de la cultura maya, como Tikal en Guatemala (cuya altura estética deja sin aliento) o Copán en Honduras. Creo que darle a la primera el estatuto de maravilla es una manera de relegar al resto a un plano segundo o inferior. Una manera de instaurar jerarquías, divisiones entre los unos y los otros, entre los elegidos y los excluidos; es decir, de reproducir en lo maravilloso la cruda realidad del mundo. Y ahí está el error que, a mi juicio, va a quebrar pronto el negocio material y el porvenir simbólico de las siete nuevas maravillas (llegarán al futuro pero no creo que alcancen la posteridad). Porque lo propio de lo maravilloso es, precisamente, constituirse en contradicción, remedio o réplica de lo real. Porque no hay maravilla sin alternativa a lo real, sin mundo al revés.

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