Su seguro servidor
Yo, señora, soy Lázaro de Tormes, pregonero de Toledo. Hace un par de años vuestra merced quiso saber si era cierto lo que se decía del arcipreste de San Salvador, mi señor y su confesor. Mandó hacer una información del caso, y me preguntaron a mí.
Yo estaba casado con su criada y sabía muy bien lo que las malas lenguas decían de ella y de mi señor, cuyos vinos pregonaba. Un día me atreví a decírselo a él mismo. Mi mujer, que estaba delante, empezó a llorar y a maldecir a quien la había casado conmigo. Al ver que se hundía mi mundo, hice lo que mi señor me aconsejó: no mirar a lo que decían, sino a mi provecho. Así se lo conté a vuestra merced con el debido respeto. Espero que el escribano pusiera mi declaración al pie de la letra.
Yo juraba sobre la hostia consagrada que era tan buena mujer como todas las de Toledo, y así tuve paz en mi casa
Como vuestra merced sabrá, hace unos días murió el señor arcipreste. A él le pasó algo parecido a lo que me profetizó el astuto ciego, mi primer amo: acabó entre bienaventurados gracias al vino. Quiso comprobar si su cosecha era tan buena como yo iba pregonando por las calles de Toledo. Engolosinado, bebió tanto que acabó dormido y ya no despertó.
Como vuestra merced sabe, yo me dormí de golpe con el garrotazo del clérigo de Maqueda. ¡Acertó de pleno el malvado en la cabeza del culebro que le comía su pan! Pero mi señor el arcipreste no resucitó al tercer día como yo, sino que se quedó para siempre en el vientre de la ballena. Desde entonces ya no espero calzas viejas, ni trigo, ni botijos, ni carne por Pascua. Ya no tengo ni vino que pregonar. Voy de mal en peor, como antes solía. Ya sólo anuncio las penas de otros bienaventurados, los que padecen persecución por la justicia. Y me recuerdan a mi padre -espero en Dios que esté en la gloria- porque a él también le tocó oír pregonar sus azotes por ciertas sangrías mal hechas en los costales del trigo que le llevaban a moler. Él fue bienaventurado por el pan, y yo lo iba a ser por el vino. Gracias a él, conseguí llegar a la cumbre de toda buena fortuna. Mi señor ya me dijo que no mirara a lo que podían decir, sino a mi provecho; así me hice pacífico.
¿No necesitará vuestra merced a unos criados fieles? Mi mujer es diligente y servicial, y yo he servido a nueve amos. Con todos ellos aprendí. El hambre aviva el ingenio, y los golpes también. Un ciego, mi primer amo, me alumbró y guió en la carrera del vivir. Nunca olvidaré lo que me dijo: "Necio, aprende, que el mozo del ciego un punto ha de saber más que el diablo". Tres días me duró el dolor de la cornada. Luego escapé del trueno y di en el relámpago: fue el maldito clérigo. Mi tercer amo, el escudero, me enseñó cómo servir bien a un señor: nunca le diré a vuestra merced cosa que le pese.
Ya sabe, señora, que en el vino está la verdad; y el arcipreste de San Salvador la decía a menudo, tantas veces como probaba la de mi pregón. Mi mujer todo lo que oye lo suelta. La nueva le entra por un oído y le sale al momento por la boca. Y a mí me tiene muy cerca. Pero vuestra merced puede dormir tranquila: aprendí entonces a que no se me escaparan nunca las palabras que no hay que decir.
Además, desde el jarrazo del cruel ciego, ya no me gusta el vino como antes, ¡tan amargo me supo! Las palabras que oigo nunca tienen prisa por salir. Sé muy bien lo mal que sienta oír la verdad. Así se lo decía al que iba a hablarme de mi mujer: "Si sois amigo, no me digáis cosa que me pese". Yo juraba sobre la hostia consagrada que era tan buena mujer como todas las de Toledo, y de este modo tuve paz en mi casa. Eso es lo único que busco: vivir en paz.
Cuando me topé en las Cuatro Calles con el escribano, y me preguntó si sabía de alguien que necesitara de su oficio, me acordé del calderero, el ángel que me envió Dios para que pudiera ver su cara dentro del arcón del mezquino clérigo. Pensé que quizás vuestra merced necesitase de unos criados serviciales y le pedí que me escribiera esta carta para ella. Espero en Dios, señora, que quiera vuestra merced recibirnos por suyos.
Nuestro Señor sea en su guarda y a todos nos dé su gracia. De Toledo, a 6 de octubre de 1532.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.