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Columna
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El teléfono en las películas y en la vida

No se ve apenas una nueva película de acción, desde el último James Bond al Bourne de El ultimátum de Bourne, que muestre su peripecia sin la omnipresencia del móvil. Se trata de algo mucho más que un empleo funcional del instrumento y más capital que un elemento asociable a la modernidad. El móvil actúa ya en el film como un actor central a través de cuya entidad discurren las intrigas, se urden las mayores añagazas, se muñen las conspiraciones y las operaciones financieras, se condensan, en suma, las mayores claves.

El teléfono analógico aumentaba la escala de la boca y de la oreja. Hacía saber que con su auxilio crecía aparatosamente la facultad de hablar y de escuchar. El robusto micrófono potenciaba la voz y el auricular magnificaba el pabellón que oía. Pero en el móvil ocurre precisamente lo contrario. Ni el oído ni la boca se encuentran esbozados y el tamaño, cada vez menor, del artefacto contradice su aportación.

Colgar el teléfono significaba en el pasado dejar efectivamente colgado al otro. Colgado de su propia incredulidad y de su propia cuerda. Frente a esa metáfora del abandono físico, el móvil introduce el resorte de la desintegración inmaterial. Los dos ingenios nos llaman cuando suenan pero el teléfono tradicional no anticipaba que fuéramos nosotros los elegidos y de ahí la magia de la sorpresa. El móvil, sin embargo, es parte del yo, va directamente a por nosotros y nos refiere inequívocamente sin que sepamos a qué desconocida y precisa glándula alude.

Porque el teléfono se daba antes a conocer a imagen y semejanza de la anatomía del ser humano, mientras el móvil se libera del vínculo antropológico y su tipología se relaciona con el mundo metálico, indiferenciado y general de los aparatos. No trasluce, pues, su condición a través de su aspecto y sólo hace pensar que pertenece a una constelación tecnológica suficientemente ajena. Pueden comportarse como teléfonos pero también como calculadoras, como televisores, como cámaras fotográficas, en tan diferentes cometidos, en suma, que el teléfono se desvanece en ellos.

Lejos, pues, de comportarse como distinguibles prolongaciones de las facultades humanas se presenta como una colonia tan diversa y ricamente aprovisionada que en su asíntota podría bastarse a sí misma sin participación exterior.

Al revés del teléfono, el móvil ha reducido la magia de la telecomunicación y actúa como una conexión ininterrumpida y autóctona, solipsista y absoluta. Nos comunicábamos a distancia gracias a la benevolente providencia del teléfono que hacía posible hablar sin cuerpo, escucharse sin desplazarse. Pero ahora el teléfono móvil hace olvidar -con su movilidad incesante, su anulación del espacio fijo- el don de establecer los contactos a distancia.

La voz telefónica, la voz sin la máscara del rostro que tanto admiraba Proust en 1913 (En busca del tiempo perdido. El mundo de Guermantes), ha perdido casi toda encantación puesto que ha llegado a ser el bien más obvio entre el innumerable repertorio de prestaciones del móvil. Más aún: la voz apenas resulta ser un nimio elemento en la masiva aportación sobre la identidad del usuario que llega a obtenerse de explorar su móvil.

De hecho, poco a poco, la biografía de cada cual va dejando su rastro en el interior del aparato tal como si los secretos fueran trasvasándose del sujeto al objeto y anticipando el día en que el código genético se sume a los circuitos. De hecho, en las películas se constata que el enemigo sucumbe tan pronto pierde su móvil, suerte de ADN extracorpóreo y arca crucial del secreto decisivo. El teléfono tradicional, en fin, reducía los atributos de la identidad al resumir la personalidad en un hilo pero el móvil adquiere el prestigio de la máxima identidad allí grabada como confidencia personal y autobiografía.

Si el teléfono tradicional se comportaba, en consecuencia, como un juguete en blanco, en negro o en rosa, para la cháchara, para el negocio, para el amor, el móvil actual tiende hacia el imaginario de las armas. No sólo para matar o destruir, sino para protegerse, chantajear, localizar, despistar, explorar al otro. El milagro de recibir la voz sin la máscara del rostro se ha invertido en la ecuación de recibir la máscara completa del otro hasta la definitiva desarticulación del artefacto.

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