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Columna
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Piscinas de Madrid

En la piscina municipal de mi barrio han instalado una biblioteca en una carpa y los bañistas no tienen más que pedir el libro que deseen y ponerse a leer bajo el sol. Es una buena idea, ¿quién no entra a echar un vistazo?, ¿quién no se siente tentado de leerse unas cuantas páginas de alguna novela? La piscina de verano es contemplativa, es de entrar y salir del agua, mirar, leer, pensar y dejarse arrullar por el microclima azulado exclusivo de toda piscina al aire libre. La otra cara de la moneda está a unos metros de ésta, la tenemos en la climatizada de invierno, donde todo es actividad y no perder el tiempo, donde es inconcebible la parsimonia de la de verano.

En la de invierno, las mañanas están tomadas por la tercera edad. Desembarcan con sus albornoces, gorros y gafas de colores dispuestos a no faltar un solo día. Son de una disciplina pasmosa. Una señora me contó que lleva acudiendo diariamente durante 35 años salvo sábados y domingos en que estas instalaciones municipales están cerradas a los bañistas, que es precisamente cuando la gente que trabaja puede hacer algo de deporte, tampoco se puede ir a partir de los seis de la tarde porque hay entrenamientos de no sé qué. ¿No deberían todas las piscinas municipales prestar los mismos servicios y con el mismo horario? ¿No deberían dar todas las facilidades para que el ciudadano pueda hacerse unos largos cuando quiera hasta la hora de cierre? ¿No tendrían que estar más modernizadas y ofrecer unos precios más asequibles? No se trata de lujo ni frivolidad. Es salud, es prevención y es calidad de vida. Si no que se lo digan a ese nadador de unos 75 años que se cruza la piscina buceando, pegado al fondo, como una carpa. Y ellas no se quedan atrás, algunas llamadas ancianas te pasan como flechas.

Da gusto verlas en el vestuario desinhibidas, hablando a voces de sus cosas con sus cuerpos cargados de años y de vida. Una le dice a la otra, ¿cómo llevas el divorcio, Pepita? Y Pepita secándose con su toalla aterciopelada contesta, "pues, chica, de maravilla. Desde que él no está, veo los canales que quiero y hablo con mi hermana cuando me da la gana". Luego Pepita se embadurna el cuerpo de crema, se pone bajo el secador, se pinta los labios y a otra cosa, mariposa. Parece que a Pepita no le afecta el rollo ése de la soledad que nos tiene a todos medio acojonados. Los sábados por la mañana tiene sevillanas y por las tardes va a clases para adultos, si dispone de un rato libre es para invitar a los hijos a comer o ver un rato la televisión. Prefiere tener una agenda apretada a empeñarse en tener la compañía asegurada de por vida.

Se aprende mucho en los vestuarios de las piscinas sobre lo que nos puede esperar en el futuro. También se tiene ocasión de contrastarse con cuerpos reales, que a veces son mucho mejores que los retocados por la cirugía o el photoshop, por lo menos son cuerpos sin complejos, cuerpos serranos que dicen: aquí estoy, ¿qué pasa? Cualquier cuerpo, por machacado que esté, se reviste de algo esplendoroso después del ejercicio. Parece que la piel enrojecida por la ducha ardiente desprende un fluido contagioso de optimismo y vitalidad. Y qué ropa interior. Muchos no se imaginarían lo que lleva esa abuela debajo.

Al mediodía la cosa cambia. Aparecen los ultracuerpos. Treintañeros que prefieren sustituir el menú de mediodía por unos 100 o 200 largos en la piscina. El paisaje se nutre ahora de tatuajes en la rabadilla del culo, pechos depilados, hombros perfectos. Se intuyen los trajes de trabajo en las perchas de las taquillas junto a estupendas bolsas de deporte. Y ellas más o menos lo mismo. Pasan como balas por las calles de la piscina, los gorros como balones moviéndose arriba y abajo. Su objetivo es claro, dejárselo todo aquí, sea lo que sea. Y el anonimato es total, prácticamente es imposible reconocerse por la calle desprovistos del gorro, las gafas y vestidos.

Por la tarde, se monitorizan grupos de niños. Entonces el vestuario se pone imposible, caótico, salvaje. Toma aspecto de campamento descontrolado. Las niñas corren con sus champús en las manos arrastrando las enormes toallas por el suelo mojado. Y en cuanto a los niños, como las mamás no pueden meterse con sus retoños en el vestuario de hombres, van al de mujeres, donde los alevines, algo crecidos en ocasiones, toman en las duchas debida nota de lo que se encontrarán más adelante en sus vidas.

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