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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Políticas de la experiencia

José Luis Pardo

El autorretrato es un arte sutil, aunque se trate del autorretrato intelectual. En Pequeñas doctrinas de la sociedad -inicialmente concebido como la presentación de su obra a un público de otro país-, Miguel Morey (Barcelona, 1950) se ha obligado a recoger fragmentos significativos de su dedicación a la filosofía durante más de tres décadas mediante una labor de selección que nunca resulta fácil, y quizá menos aún en un trabajo como el suyo, en el cual las cuestiones de matiz son casi siempre las decisivas. Más allá de la presencia de los grandes tópicos -los problemas que persisten y retornan una y otra vez, los pensadores cuya palabra no deja de interrogarse (Platón, Nietzsche, Foucault, Colli, Zambrano...) o las incidencias que reclaman ocasionalmente la reflexión- , la unidad de un libro de este tipo pertenece al género de esos objetos frágiles de los cuales hablaba F. Scott Fitzgerald en sus artículos autobiográficos, porque se parece mucho a la extraña, paradójica, inasible consistencia de una vida. Como sucede en los autorretratos, lo que importa en esta clase de proyectos no son tanto los elementos que se incorporan al conjunto como la posibilidad de descubrir el gesto, el estilo o el movimiento que en ellos se dibuja y que constituye la genuina vida del pensamiento, pues sin él el pensamiento no tendría sentido alguno, por muy incontestable que fuera su verdad.

PEQUEÑAS DOCTRINAS DE LA SOLEDAD

Miguel Morey

Sexto Piso, Madrid, 2007

459 páginas. 30 euros

Desde este punto de vista, y atendiendo a las especificaciones que el mismo autor exhibe para liberarse de toda autoridad sobre el texto, cabría decir que lo característico de este discurso consiste justamente en su autocuestionamiento como discurso, en su verse en cada caso atravesado por una inquietud o una perturbación de su posibilidad de seguir un curso, y es como si el término "filosofía", en lugar de servir como calmante contra él, pudiera nombrar polisémicamente este trastorno.

En primer lugar, porque la filosofía nace ella misma históricamente como un discurso que al mismo tiempo testimonia y traiciona una sabiduría que se puede amar pero no poseer, que se hurta al discurso en el mismo movimiento por el cual éste pretende apropiársela y que, si acaso, sólo se manifiesta en él en sus rupturas y en sus quiebras. ¿Cómo hacer de esto "doctrina"? ¿Cómo "enseñar lo inenseñable", precisamente en una época cuyas instituciones escolares han cortocircuitado la vieja relación magistral que en otro tiempo vehiculó ese aprendizaje y han obligado al filósofo a tomar el disfraz de profesor, encerrándolo en la biblioteca de una tradición emboscada en una marea inabarcable de literatura secundaria? Lo que estas páginas dejan entrever de la palabra del profesor Miguel Morey no es ajeno a ese gesto principal de su práctica intelectual que podríamos describir como una cuidadosa depuración hasta el detalle, un asombroso destilado crítico de los textos que al final nos entrega siempre, con la aparente facilidad de un procedimiento convertido en carácter, la límpida claridad de una imagen conceptual cargada de sabiduría.

Pero si es cierto que el único

lugar en donde hoy puede subsistir entre nosotros aquella sabiduría de la cual el filósofo se declara amante es la soledad letrada del lector moderno, que se enfrenta a lo escrito no sólo para conocer el tema del cual se trata sino también -lo quiera o no- para "investigarse a sí mismo", entonces hay que ver el rasgo más singular de este pensamiento en su peculiar modo de combatir la falsa erudición con la cual el funcionario encubre hoy aquella ignorancia fundamental de la que hablaba Sócrates; y este modo consiste en perseguir aquellas zonas de la experiencia acerca de las cuales no cabe metalenguaje mediante la construcción de una suerte de "autómata narrativo" que ya no se satisface con el destejido minucioso del discurso endurecido sino que aspira a tejer con su propio lenguaje una posibilidad de vida que no se reduzca a la administración calculadora de las miserias del presente. En esta tarea cristaliza la apuesta más arriesgada y ambiciosa de una escritura que se autoconcibe como la praxis de ese movimiento por el cual la filosofía se desplaza del "¿qué es (esto o aquello)?" al "¿qué (nos) pasa?". La fórmula "política de la experiencia" describe bien esta búsqueda imprescindible cuyo perfil hemos recuperado en una obra que, además de devolvernos unos valiosos textos que hoy eran casi imposibles de encontrar, nos recuerda la vitalidad de un pensador contemporáneo cuya discreción es casi tan notable como su lucidez.

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