El corazón y otros frutos amargos
1. Le Mani Forti. Marc Martínez debutó como director en 2003 con SuperRawal que se convirtió en uno de los éxitos de la temporada. Como el mundo del teatro es así de raro, ha tardado cuatro años en levantar un nuevo proyecto, Le Mani Forti (¿por qué han mantenido el título en italiano?), de Marco Caivani, presentado en el Grec. Dos piezas sobre la juventud, pero situadas en territorios opuestos. En SuperRawal predominaba la voluntad de atrapar a bocados un poco de luz, mientras que Le Mani Forti es puro túnel: la crónica de un doble asesinato cometido por una pareja de adolescentes. También la estética ha variado: del naturalismo a la visceralidad, del tono coloquial al grito rebozado en un charco de barro, como si en esos cuatro años la distancia entre los deseos inducidos y su cumplimiento se hubiera vuelto abismal. Caivani parece seguir, en clave minimalista, el esquema patentado por James Cain (Mujer Fatal empuja a Pardillo al crimen) aunque a la postre resulta que no estamos muy lejos de Mankellandia, tanto por su fondo (locura y crimen bajo sociedad opulenta) como por la complejidad de los personajes y la estructura indagatoria. Al principio sabemos que el protagonista, inducido por su pareja, ha matado a la madre y al hermano pequeño de ésta: habrá que recorrer el camino a la inversa para averiguar sus motivos y, sobre todo, el proceso que empuja a ese muchacho aparentemente "normal" a empuñar el cuchillo. No es, por desgracia, una historia nueva ni original. A ratos el texto resulta reiterativo y/o estancado, y Marc Martínez abusa de algunos clichés "modernos" (exceso de fundidos, música perforante), pero Caivani logra mostrarnos claramente la ordalía de los asesinos y el director encauza con pulso muy firme unas interpretaciones valientes y desnudas, tan exasperadas como minuciosas. Oriol Vila es un prodigio de interioridad y ternura que camina paso a paso hacia el punto sin retorno, aunque la gran sorpresa corre a cargo de Mercè Martínez, una actriz que aborda un personaje desagradecido y fenomenalmente resuelto. El reto de Oriol Vila es hacer verosímil esa espiral de demencia ensimismada, ese perfil de loco de amor cuyo doble crimen tiene mucho de suicidio. Su compañera pecha con el envite extremo de encarnar a una histérica insoportable, una fiera rabiosa experta en culpar al empedrado (familia, colegio, sociedad) de su gordura y su desdicha radical ("Hazme sentir algo, cualquier cosa. Si no, prefiero estar muerta"), suscitando una intensísima mezcla de rechazo y compasión. La obra se verá de nuevo, en septiembre, en la sala Capitol 2. No es un plato para todos los gustos, pero merece la pena.
Sobre Le Mani Forti, crónica de un doble asesinato cometido por una pareja adolescente, y Gaivota, inspirada en Chéjov
2. Gaivota. En su recta final, el Grec sirvió también, a modo de aperitivo, una muestra del más reciente teatro brasileño, poco habitual por estos pagos. La Compañía dos Atores, comandada por Enrique Díaz, obtuvo un gran éxito en el Festival de Otoño de París hará un par de años con Ensaio Hamlet, y en esta ocasión ha presentado en el Espai Lliure el espectáculo Gaivota: tema para um conto curto, que sigue el mismo patrón: deconstrucción de un clásico, sobrevolado por meteoritos muy diversos. Aquí hay fragmentos de la correspondencia entre Chéjov y Stanislavski, diálogos entre los actores acerca de sus personajes y, en fin, ese aire aparentemente despeinado pero en el fondo muy preciso que recorría el ya célebre Vania de André Gregory para meternos de hoz y coz en la obra fingiendo que era un ensayo. Hay una sensación inicial de bobería seudovanguardista, con música electrónica, pantallitas y acciones estrambóticas (un actor vestido de cosmonauta, otro que ordena verduras en hileras), pero es pasajera: los actores son espléndidos y una vez despachado lo accesorio brilla y deslumbra lo esencial, a caballo de dos o tres ideas sencillas y poderosas que obligan a un constante cambio de perspectiva. Díaz y su banda empiezan narrando La Gaivota como si se tratara de la descoyuntada fantasía de Treplev, el joven dramaturgo suicida y, obligadamente, concluyen de la misma guisa: el monólogo final de Nina se representa en el teatrito del jardín, tal como comenzó la obra. Esa estructura prismática genera innumerables y sugestivas refracciones. Mis favoritas: en una escena, Trigorin se convierte en Chéjov imaginando la muerte de Treplev, su contrafigura; en otra, inquietante y conmovedora, Treplev recuerda su infancia ante su madre, Arkadina, como un fantasma intentando atrapar su vida pasada. El eje central, aludido en el subtítulo, es el cuento que Trigorin quiere escribir sobre el episodio de la gaviota muerta, y sus sucesivos borradores hacen pensar en las estrategias posmodernas de John Barth o Donald Barthelme, como cuando acelera la narración haciendo que cada personaje cuente lo que le sucedió luego ("huyo con Trigorin y soy muy desgraciada" o "me caso con Medvedenko y tenemos un hijo"). Un tanto a la manera de Veronese, los actores intercambian sus roles a cada nuevo giro argumental: así, hay varios Treplevs, y Mashas, y Arkadinas, interpretados, indistintamente, por hombres y mujeres, con una insólita mezcla de intensidad y frescura, sin falsos énfasis ni retórica sentimental. De igual modo, Díaz consigue sus mejores efectos concentrando al máximo la utilería: el You're the Top de Cole Porter suena en un tocadiscos como subrayado irónico del desesperado halago de Arkadina a Trigorin para retenerle, o la imagen última del suicidio, resuelta con un secador a guisa de pistola y un tomate aplastado. Una brillante miniatura que, como los mejores platos, deja con ganas de más.
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