Números culturales
Confieso que no acabo de entender por qué se ha consolidado en nuestra vida cultural la práctica que consiste en cerrar festivales, temporadas museísticas o exposiciones básicamente con la presentación pública del número de sus visitantes o espectadores: tantos o cuantos miles por aquí o por allá, o tantos miles más que el año anterior... Por muchas vueltas que le dé al asunto no se me ocurren argumentos de peso cultural en favor de esos balances contables. No veo la función informativa, estética o didáctica que poseen, en qué ayudan a la comprensión o recepción de las obras y espectáculos presentados, o a su valoración crítica. Tampoco me parece que sea de particular interés para el ciudadano saber cuánta gente ha acudido a un espectáculo, sobre todo cuando esos datos se dan a palo seco, sin incluir las opiniones de esa gente contabilizada. Decir "han visitado o han acudido tantos miles de personas" no significa en sí gran cosa; porque a esas personas la manifestación cultural en cuestión ha podido parecerles francamente mejorable o decididamente prescindible; o han podido considerar que les faltaban informaciones o instrumentos críticos para apreciar su sentido o su alcance y que, por esa razón, han pasado de largo.
Y sin embargo los eventos culturales más principales de nuestro país se cierran así, como los ejercicios contables. Lo que contribuye a reforzar ciertas nociones de cultura que personalmente no comparto, sobre todo cuando pienso en el papel que las instituciones juegan hoy en ese terreno: la difusión cultural es como nunca de dominio público. Los balances numéricos alientan la idea de que la cultura es o debe ser una industria productiva y de que, en consecuencia, el éxito cultural es o debe ser comercial y entenderse cuantitativamente. En el mejor de los mundos me parecerían defendibles e incluso deseables las dos cosas: asociar la cultura a la productividad (a la producción en el interior de cada persona de nuevos argumentos de conciencia, de ambición ética y estética) y a una aspiración de multitudes. Pero no vivimos en el mejor de los mundos, sino en uno donde la industria cultural no se centra precisamente en la producción de argumentos de conciencia; y donde lo cuantitativo y lo cualitativo, lejos de ser una pareja bien avenida, se presentan demasiado a menudo divorciados por incompatibilidad de caracteres.
Los balances de cultura ufanamente contables tienen otro efecto que también considero negativo: desvirtúan el significado de la recepción cultural -el diálogo de pensamiento y sensación que se trenza con la obra de cultura-; confunden la auténtica recepción cultural con la mera presencia en un lugar o asistencia a un acto. Y sin embargo entrar en una exposición o acudir a un concierto no son actos culturales en sí mismos, no garantizan de un modo mecánico, automático, la producción de un intercambio cultural. Del mismo modo que comprar un libro y mantenerlo sin abrir en la mesilla o en la balda no es un hecho cultural (aunque lo recojan las estadísticas y los balances de resultados), sencillamente porque no es leer.
Entiendo que para constituirse en auténticos balances culturales los cierres de festivales, exposiciones o temporadas museísticas deberían contener menos números y más información. Incluir, por ejemplo, las reseñas críticas más significativas que hayan aparecido en la prensa especializada y general; y un muestrario de las opiniones de los asistentes (recogidas en los libros de comentarios que ya se ofrecen al público en exposiciones y museos y que podrían generalizarse); y por último, la valoración de la propia organización del evento, con el recordatorio programático de los objetivos que se perseguían y de los resultados que, consecuentemente o no, se han obtenido. En un contexto crítico-informativo de ese tipo, el balance contable de visitantes o espectadores podría analizarse mejor, verse en su justa medida, en su sentido de auténtica ganancia de cultura o, por el contrario, de simple número cultural.
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