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Columna
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Malos tratos

Miró indignado al receptor de radio. La emisora había arrancado su boletín con "un nuevo caso de violencia de género" y el comentario de la portavoz de una organización de mujeres abundando en la necesidad de endurecer el castigo a los machistas.

Él era un tipo pacífico, alguien incapaz de levantar siquiera la voz y detestaba, por carácter y convicción, cualquier expresión de brutalidad. Su disgusto con la información no respondía, sin embargo, al rechazo que le producía tan repugnante suceso.

Aquel hombre sentía que cada nuevo caso de violencia de género le hundía un poco más en el abismo por el que se deslizaba su autoestima desde que su mujer comenzó a despreciarle.

No sabría decir cuándo fue la primera vez, quizá cuando aún eran novios y él consintió que manejara aviesamente su ingenua pasión. Puede incluso que la suya nunca fuera una relación de igualdad.

Resultaba evidente que ella era más fuerte que él, no tanto física, que probablemente también, como psicológicamente. Tal vez esa fuerza de carácter que exhibía fue lo que le atrajo al principio, lo que le enamoró. La fuerza que a él le faltaba y que poco a poco se tornó opresiva sometiéndole hasta la asfixia.

Se sentía maltratado, un hombre maltratado. En su cuerpo no había magulladuras ni cardenales como en los de esas mujeres que le echaban huevos y denunciaban el comportamiento de sus maridos en comisaría.

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Él tenía los moratones allí donde nadie los puede ver, los tenía escondidos en el cerebro y, sobre todo, en el alma. Hematomas y contusiones causados a golpe de humillación, de continuos desprecios y vejaciones. Le hacía sentir un fracasado como amante y como padre, un mierda en su profesión y en todo.

Ante sus ojos, nada de lo que hacía estaba bien. Un día reunió valor para decirla a la cara que no era feliz. Ni siquiera la culpó de su arrumbamiento moral, tan sólo dijo que desde hacia años no era feliz. Ella le atravesó con esa mirada que siempre lograba empequeñecerlo como si fuera el hombre menguante, una mirada que le producía pavor. "Si te marchas", le gritó, "te juro que no ves más a los niños y encima te dejo sin un duro".

Eso lo aplastó.

Sabía por la experiencia de algunos compañeros que las leyes tendían a proteger a la madre especialmente si el marido era quien abandonaba el hogar conyugal. Los chicos constituían su asidero afectivo y, en lo material, no tenía más fortuna que el piso en que vivía.

Un sueldo ramplón como el suyo nunca alcanzaría para mantener una segunda casa. Atrapado como la mosca en la tela de una viuda negra se sintió terriblemente solo.

¿Quién podría ayudarle?, se preguntó. ¿A quién podía contarle siquiera lo que le pasaba sin morirse de vergüenza?, y, sobre todo, ¿qué institución se implicaría en la defensa de un varón menospreciado por su mujer?

"Los calzonazos", pensó, "damos risa, no pena". Su causa navegaría a todas luces contra corriente y su timidez haría insoportable el bochorno.

En esas estaba cuando la radio volvió a la carga con la violencia de género. Ahora, un grupo de tertulianos de amplio espectro se explayaba animando a las mujeres a que llamaran a la emisora y denunciaran cualquier manifestación de violencia doméstica.

El presentador no disimuló su sorpresa al advertir que el primer comunicante era un varón. Aquel hombre empezó a contar su dramática experiencia con una mujer que le sumió en la más profunda depresión y cómo hubo de aguantar la incomprensión, la chanza y el escarnio de las instancias a que acudió para acusar oficialmente a su esposa de abusos y vejaciones.

Relató su calvario recordando que, a pesar de las dificultades, sólo en Madrid hubo el pasado año casi 1.500 denuncias en los juzgados por malos tratos o amenazas de mujeres a sus maridos y que, aunque dos hombres murieron por esa causa, nunca se hablaba de ello.

La ley ha de ser igual para todos -afirmó- y que haya más víctimas entre las mujeres no significa que el delito a la inversa sea menor.

Esa discriminación -aseguró- es el fruto más exótico y aberrante de la cultura machista. Aquel tipo había expresado en alto lo que él mismo sentía. No denunciar su padecer -pensó- suponía, en efecto, aceptar los dictados del machismo y ninguna relación podía sustentarse en la amenaza y la intimidación.

Ahora le tocaba a él luchar por su dignidad. Minutos después, cuando entró su mujer en el salón, ya no le pareció tan fuerte y temible.

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