La seducción de la serpiente
La "ciencia del bien y del mal" era la ciencia contenida, según el relato de la Biblia, en los frutos del árbol paradisiaco que Dios prohibió comer a Adán y Eva, nuestros primeros padres, so pena de la vida. Pero la astuta serpiente, envidiosa de tales seres humanos hechos a imagen y semejanza de su Creador, les indujo a desobedecer la prohibición con el señuelo del "seréis como dioses", a saber, dioses de verdad y no tan sólo deficientes copias suyas. Es decir, el señuelo de alcanzar la inmortalidad junto con el conocimiento y, muy concretamente, el del bien y del mal, conocimiento sustanciado de momento en el descubrimiento del pudor ante su hasta entonces inocente desnudez y la subsiguiente expulsión del paraíso de aquella pareja de monos en cueros transformados en personas vestidas con taparrabos.
CIENCIA DEL BIEN Y DEL MAL
Javier Echeverría
Herder. Barcelona, 2007
598 páginas. 33 euros
La ciencia del bien y el mal debe empezar por las raíces en lugar de internarse en el follaje
Max Weber caracterizó al pluralismo valorativo o "politeísmo" como una "guerra de dioses"
Si Ciencia del bien y del mal fuera un libro de autoayuda, cosa que afortunadamente está lejos de ser, el lector quedaría invitado en él a dejarse seguir instruyendo por la serpiente y convertir el desafío a Dios de sus ancestros en un aprendizaje sistemático de la ciencia prohibida a través de su sinuoso deslizarse por el tronco y las ramas del árbol mítico, en el bien entendido de que la reptiliana epistemología aquí propuesta se halla doblada de una praxeología y habría de ser interpretada a la manera de una "filosofía de la ciencia como filosofía práctica", para decirlo con el título de un número monográfico de la revista Isegoría, editado en 1999 por Javier Echeverría (quien desarrolla semejante idea de la ciencia en otros libros -así, Ciencia y valores de 2000 o La revolución tecnocientífica de 2003- que hay que considerar directamente precursores de esta Ciencia del bien y el mal, al igual que ellos fiel al lema leibniziano de theoria cum praxi tan caro a nuestro autor).
La ciencia del bien y del mal es
presentada more geometrico en la tercera parte del libro -aunque a la retahíla de axiomas, postulados, definiciones, teoremas y demás, propia de las ciencias formales, se añaden en ella conjeturas procedentes de las ciencias empíricas y por supuesto consideraciones extraídas de la filosofía-, sugiriéndose incluso la posibilidad de comenzar la lectura del conjunto del texto por este su final. En mi modesta opinión, sin embargo, la capacidad de seducción de la serpiente luce con máxima intensidad en el brillante arranque de la primera parte del mismo, en que raya también a su mayor altura la reconocida calidad literaria de la escritura de Echeverría. En dicha sección se llevan a cabo más de una decena de experimentos mentales consistentes en ponernos imaginativamente en el lugar de otras tantas especies de seres vivos -esto es, imaginarnos que somos plantas o animales y, entre éstos, hormigas, abejas, golondrinas, lobos, aves rapaces o chimpancés, además, claro, de serpientes y asimismo obviamente hombres, comenzando por los de las cavernas e incluyendo a las crías de nuestra especie-, experimentos que dan paso a la segunda parte, la más filosófica de la obra, en donde se comentan y debaten una serie de propuestas axiológicas, ilustradas en ocasiones mediante nuevos experimentos, por ejemplo los de meternos en la piel de personajes de ficción como el Edipo de Sófocles o personajes históricos como el Eichmann de Hannah Arendt.
Por resumirlo en dos palabras la ciencia del bien y el mal resulta ser una axiología o "ciencia de los valores". De los experimentos mentales más arriba aludidos se desprende, por lo pronto, lo que Echeverría llama una "axiología naturalizada" para la cual los bienes y males, o sea valores y contravalores, se encarnan corporalmente, de suerte que las acciones de los animales que cooperan o luchan entre sí podrían ser ahora interpretadas ni más ni menos que como elementales juicios de valor. La ciencia del bien y el mal, se nos dice con insistencia, ha de empezar por las raíces del árbol en lugar de internarse con prioridad en el follaje de los valores exclusivamente humanos. Y, antes de pasar a estos últimos, es importante recordar que "los valores no son, sino que valen" y nos sacan por tanto del reino del ser o, si lo preferimos, nos obligan a abandonar la ontología aristotélica y su lógica de sujeto-predicado para pasar a servirnos de la lógica fregeana de funciones-argumentos y la teoría de sistemas. En cuanto a los valores humanos, compartidos o no con otros seres no-humanos, habría que destacar en primer término la "pluralidad" de las funciones axiológicas posibles, dentro de las que caben, junto con sus opuestos, subsistemas de valores básicos o primarios como la salud o el placer, pero asimismo de valores epistémicos como la inteligibilidad o la verdad, técnicos como la habilidad o la eficiencia, económicos como el beneficio o la riqueza, políticos como la civilidad o la tolerancia, jurídicos como la equidad o la legalidad, sociales como la libertad o la solidaridad, ecológicos como la diversidad o la sostenibilidad medioambientales, estéticos como la creatividad o la originalidad, religiosos como la devoción o la sacralidad y morales como la autonomía o el cumplimiento del deber.
La importancia de la pluralidad en la "axiología funcional" que el libro despliega a lo largo de sus páginas, y que sin duda constituye su principal aportación, radica en la concepción de la racionalidad axiológica que la subyace. Echeverría la contrasta con otras teorías previas de la racionalidad en las que se apoya o a las que se opone, como la de Leibniz, el racionalismo crítico popperiano o la teoría de la decisión racional criticada, entre otros, por Herbert Simon o Amartya Sen. De esas tomas de posición emerge la que bautiza como "teoría de la racionalidad axiológica acotada", conjuntamente elaborada con J. Francisco Álvarez, teoría que se asienta en las ideas de que la racionalidad depende de los valores que guían las acciones y se trata de una racionalidad acotada o limitada puesto que todo valor admite cotas máximas de satisfacción en cada circunstancia, a partir de las cuales se arriesga a convertirse en un contravalor, como vendría a ocurrir, pongamos por caso, con el valor de la nutrición que degenera en la irracionalidad de la bulimia frente a la racionalidad de una dieta equilibrada.
El acotamiento de la racionali
dad refuerza la tesis del pluralismo valorativo, pues no todos los valores se ajustan, según acabamos de ver y ocurre con buena parte de los arriba enumerados, a un único modelo de racionalidad como el de la teoría de la decisión según la cual todo agente racional se limita a "maximizar la función de utilidad" de los objetivos perseguidos con sus acciones. Y ello da razonablemente pábulo a la cruzada emprendida por Echeverría contra el "monismo axiológico", entendiendo por tal la pretensión -al menos en su versión extrema- de erigir una pirámide valorativa en cuya cúspide situar a un Bien o un Mal Supremos con mayúscula (Dios, Patria, Rey, Empresa, Partido, etcétera) al que rendir un ciego culto o rechazar tajantemente, arruinando en consecuencia cualquier posibilidad de modular y conjugar diversos tipos de bienes y males con minúscula que nos ayuden a hacer frente a los nada infrecuentes conflictos de valores por los que nos sentimos acuciados. Después de todo, ya Max Weber caracterizó al pluralismo valorativo o "politeísmo", según gustaba de llamarlo, como una "guerra de dioses y demonios" del género de la que enzarza al homo oeconomicus y al homo moralis tras el ocaso del "monoteísmo" con la Modernidad, para poner sólo un ejemplo señalado.
Sin merma del indudable acier
to de la tesis pluralista de Echeverría, a quien vemos en buena compañía, se podría no obstante cuestionar un discutible corolario de la misma antes de terminar. Me refiero a su inclusión de la ética entre los destinatarios de las invectivas dirigidas por él contra el monismo axiológico, como se supone que sería el caso de ciertos moralistas que pretenden convertir a la Moral -de nuevo con mayúscula- en la Reina de los Valores. Pero a diferencia de la ciencia del bien y el mal, que se dejaría caracterizar por su transversalidad respecto de todos los ámbitos valorativos, el ámbito de los valores morales no pasaría en cambio de ser uno de tantos para Echeverría y lo mismo cabría justificar la crítica moral de los valores económicos que la crítica económica de los valores morales.
Lo que aún es más, Echeverría otorga a la ciencia del bien y el mal la denominación de "metaética" en un sentido estrictamente literal de la palabra, lo que equivale a emplazar a aquella ciencia "más allá de la ética" (aunque no, ciertamente, "más allá del bien y del mal" mismos a lo Nietzsche). Pero el caso es que algunas interpretaciones posibles de la ética, como la de los imperativos kantianos reinterpretados a su vez negativamente -por Albrecht Wellmer entre otros- como un veto a cualquier intento de menoscabar la dignidad de la condición humana, parecen reclamar para ella una especie de co-transversalidad a la inversa que la autoriza a descalificar cualesquiera juicios de valor, así como las acciones por ellos inspirados, que infrinjan aquel veto (el cual oficiaría a la manera de lo que los anglosajones llaman un proviso, esto es, una modesta pero infranqueable cláusula cautelar o condición restrictiva del acceso al en sí mismo abierto y franco territorio del pluralismo valorativo). Y en este sentido cabría decir incluso que la ética queda emplazada "más acá del bien y el mal" y, por lo tanto, más acá de la intacta jurisdicción de esa ciencia de ambos que es la axiología (aunque tampoco, ciertamente, "más acá" de los seres humanos que la cultivan o la protagonizan, pues en este punto la axiología habría de ser tan antropocéntrica como la misma ética, sin perjuicio por lo demás de su capacidad de ubicarse en una más amplia perspectiva cosmocéntrica que la haga extensible a otros seres que esos sujetos morales que son siempre, y lo son exclusivamente, los humanos).
De entre los muchos méritos de este espléndido libro de Javier Echeverría, no es el menor el de haber sabido agradecer como merece a la serpiente su estimulante intimación a que nos atrevamos a saber (adelantándose por cierto en miles de años al Sapere aude! de Kant), pero su seductor susurro no debe hacernos olvidar que en rigor dista mucho de ser una aliada de fiar y que los seres humanos haremos bien en no prestarle oídos cuando, además de invitarnos a desobedecer al Dios bíblico, nos incite a desentendernos de la ética, esto es, de aquellas leyes que ningún caprichoso Dios nos habría impuesto sino que libremente nos las damos a nosotros mismos cuando creemos tener buenas razones para hacerlas nuestras.
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