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Columna
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Huir de vacaciones

Al final, ya llegó su ilusionado momento y, tras atravesar media España, usted se encuentra en un pequeño apartamento a las orillas del mar mirando desde la terraza extasiado el infinito y extenso mar bajo un sol radiante, sin darle importancia al ligero tufillo a barbacoa, ni a cierta música que se escucha. Por fin ha llegado, por fin ha conseguido huir del trabajo, del estrés, de la rutina, del dolor de espalda que le produce trabajar ante el ordenador. Usted huye de todo eso y no como un cobarde, que no toda huida es tal, sino también una honrosa retirada, un paréntesis en su quehacer antes de volver a enfrentarse a él. Andar al amanecer por la playa, nadar, ir a algún sarao a la noche, todo un mundo de ilusión por estrenar.

Pero usted de lo que de verdad huye es de sí mismo, no me venga con tonterías, y le advierto de que es una cosa bastante más difícil de hacer de lo que cree. Usted estaba pensando en cambiar de vida un poquito, aunque sea por un poquito de tiempo, pero la presencia de su mujer en cuanto entró en la pequeña morada de alquiler fue la misma que ante cualquier fin de semana que consideraba prometedor: "Estas cortinas y colchas están muy sucias. ¡A saber quiénes han estado aquí!" Y, al rato, como los fines de semana prometedores de casa, la lavadora no para de andar y usted mira por la ventana la cada vez más lejana playa a la que quisiera acercarse, y piensa que la pobre lavadora no va llegar a los 15 días que tiene de alquiler en el apartamento.

Piensa, también, que si su mujer no hace eso no es su mujer. Colón tomaba posesión de los territorios descubiertos enarbolando el pendón de Castilla; su señora, metiendo cosas en la lavadora y luego coge la escoba, el trapo del polvo, y luego, otra vez, la escoba... y al tercer día le espetará: "Parece mentira que todavía no te hayas dignado llevarme a la playa. Para esto me hubiera quedado en Bilbao". Y usted inmediatamente piensa que tiene razón. Es en lo único que tiene razón: para eso lo mejor era quedarse en casa.

No es tan fácil huir. Para huir lo primordial, más que a los hijos, es dejar a la mujer en casa. La mujer junto a su territorio lleva la rutina, y no hay buena huida que se haga con la rutina a cuestas. Total, que embargado por ella ha ido al súper y ha acabado comprando los periódicos que siempre compra, porque los vasquitos seremos muy separatistas, pero estamos por toda la costa española, y por eso están todos nuestros periódicos, con todas las ediciones regionales y comarcales incluidas. Mientras se los lee en la terraza, oliendo el tufo de una pringosa barbacoa y oyendo una música estridente que ponen unos guiris que podían quedarse en su tierra, su mujer sigue limpiando y lavando -la lavadora no va a llegar a los 15 días, habrá que pagársela al propietario-, añora los momentos de trabajo ante el ordenador, el blanquito con los amigotes de la oficina antes de ir a comer y el frescor de nuestra Euskal Herria frente al bochornazo españolazo que soporta. Empieza a sospechar que las vacaciones están hechas por una pérfida mente de la patronal para que añoremos el trabajo.

Sumido en la nostalgia se acerca a la antigua radio de encima del aparador del minúsculo salón de estar y pasa el rato intentando sintonizar, como se pasaba el rato cuando vivía el Caudillo sintonizando La Pirenaica, la emisora de todos los días, la de todas las patrañas, la que más que información emite doctrina y cuando lo consigue, cual aquel universal bardo empieza a entonar "Ara Euskal Herri lur oberikan..." Una sonrisa empieza a esbozarse sobre su rictus de hastío y su señora empieza a sospechar, cuando no hay nada de ello, que ha bajado a la taberna y se ha enjaretado cuatro chatos de más, si no es más que emoción ante los sones patrios y el recuerdo de una rutina que afortunadamente más tarde que temprano volverá a abrigarnos con su enfermizo y tibio sopor hacia el final de nuestros días. Las vacaciones se acabarán, le pagará una lavadora nueva al casero, y descubrirá que huir, aunque sea de uno mismo, es lo más difícil que se le puede ocurrir. ¡Iluso!

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