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Columna
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La alarma en suspenso

Es difícil saber si el cambio climático va a cambiar también nuestro verano. Porque ahora nos referimos al verano en su versión más restringida, y no como una estación del ciclo anual. El verano no nos remite ahora a la majestuosa sucesión de las estaciones. El verano, en realidad, alude a algo mucho más cercano, pero mucho más importante desde un punto de vista personal: el verano alude a nuestras vacaciones.

Por eso, porque las vacaciones es una de las cosas más valiosas que tenemos, la intensa y extensa elucubración sobre el cambio climático también parece hacer un alto en estas fechas. Es como si, ya que hemos dejado de atender nuestras obligaciones laborales, dejáramos también las psicosis colectivas. ¿Nos preocupa el cambio climático? Sin duda es así. Y sin duda debe serlo. Pero en verano, más que el cambio climático, nos preocupa que pueda haber días nublados. Aún más, por estas fechas, el calentamiento del planeta suele ser bien recibido. Incluso los propagandistas de la catástrofe inminente, de la gran hecatombe, parece que pierden fuerza, o voz, en vacaciones. Y realmente no sabemos la razón, aunque hay dos conjeturas verosímiles. La primera es que los aguafiestas del planeta, en un movimiento táctico, comprendan que en verano amargar la vida de la gente puede ser más complicado que hacerlo en el resto del año. La segunda es igual de verosímil: a lo mejor los defensores del cambio climático también están de vacaciones y descansan de su oficio, el oficio de alarmarnos.

Durante la canícula agosteña, mejor olvidarnos de los problemas que nos acosan. Y eso, que tiene aplicación a los problemas personales, también lo tiene si hacemos referencia a los problemas colectivos: ¿qué hay más colectivo que el calentamiento global? El cambio climático, por otra parte, es apreciable en todo cambio de la meteorología y puede explicar desde una sequía pertinaz hasta una tormenta con pedrisco. Pero hasta esos palpables argumentos quedan desactivados en verano, cuando la mayoría estamos a otras cosas. Sólo eso explica por qué el cambio climático ha pasado desapercibido, como recurso retórico y mediático, durante el pasado mes de julio, tan turbulento, en que ha llovido en el País Vasco, en que Alemania padecía un calor tórrido y en que Inglaterra soportaba inundaciones.

El cambio climático vale para un roto y para un descosido: para explicar la canícula en Noruega y las heladas nocturnas en Portugal. Quizás sea nuestra desconfianza la que nos haga dudar de la evidencia. Porque la evidencia, de nuevo, ha sido un mes de julio inédito en Euskadi, con riesgo de pulmonía, salpicado de atardeceres inclementes y lluvia torrencial. A finales de mes aún se contaban con los dedos de una mano los días en que había brillado el sol, y eso ha hecho aún más deseado el mes de agosto, este mes que ahora llega con su seductora promesa de siestas y de holganzas.

No dudamos de que se estén produciendo cambios en el clima, pero hasta en eso los seres humanos seguimos siendo animales de costumbres, enternecedoramente previsibles: llega el mes de agosto y con él los cuerpos al sol, las playas atestadas de bañistas y la voluntad de dejarse ir entre las olas. Y en medio de esa tregua con las reivindicaciones laborales, con la inacabable trifulca política del paisito, con los jefes de planta, con el vecino de enfrente, con los exámenes de junio, con los perfiles de euskera, en medio de esa vasta tregua, casi filosófica, con el mundo y con todas las cosas que contiene, también hay tiempo para hacer un alto en la conciencia ecologista y abandonarnos a la desidia moral. ¿Cambio climático? ¿Quién duda de que no haya cambio climático? ¿Quién no teme por la suerte de generaciones venideras? Pero que nada, por favor, nos estropee este espléndido día.

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