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Columna
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Huida

TAN SÓLO recordaba dos instantes previos en los que hubiese sentido una desazón semejante a la que ahora padecía y que le impulsaba a huir sin razón aparente. La primera vez, a los 18 años, y la segunda, a los 32, cuando ya estaba casado y tenía dos hijos de corta edad. Pero ahora, un 13 de enero, el día de su 48 cumpleaños, Norbert Monde, propietario de una solvente sociedad de corretaje y exportación, fundada por su abuelo en 1843, hacía más de un siglo, al mirar por la misma ventana de su también vetusto, pero confortable, domicilio familiar de la parisiense Rue Ballu, 27 bis, supo que, por fin, escaparía. Con esta convicción, repitió mecánicamente todos los rutinarios gestos de su aseo personal y se dirigió a su oficina, donde transcurrió la intrascendente jornada laboral, pero, terminada ésta, en vez de regresar al hogar, se dirigió a su banco, donde retiró los fondos en ese momento disponible, y partió, como quien dice, con rumbo a lo desconocido.

Antes, no obstante, pasó por una peluquería para que le afeitasen su bigote característico y cambió su elegante traje por las ropas usadas más vulgares en el primer ropavejero que se encontró. Y, sin dejar la menor noticia, ni rastro, cogió el primer tren que marchaba al sur, en dirección a Marsella.

Esta historia de la fuga del señor Monde, asfixiado por la pequeñez de su mundo, hasta el punto de querer perderse por cualquier rincón, fue escrita por Georges Simenon (Lieja, 1903-Lausana, 1989) durante la primavera de 1944 y publicada al año siguiente con el título La fuite de Monsieur Monde, ahora traducido al castellano como simplemente La huida (Tusquets). En España, al marido que se marchaba de casa sin motivo y no regresaba nunca o mucho tiempo después, se le aplicaba el remoquete irónico de "se fue a comprar tabaco y no volvió", pero, por lo general, los tales era unos desesperados o unos crápulas, y no burgueses bien establecidos e inveteradamente responsables, como el señor Monde, que sólo se atrevió a vivir la vida cuando ésta iniciaba su declinación.

Nadie, en todo caso, más capacitado para comprender el alma y el cuerpo de un burgués que Simenon, incluso en el insólito trance de querer a toda costa borrar su condición e identidad. El abuelo literario de Simenon, Honoré de Balzac, levantó el acta social del primer régimen burgués, pero observó a sus menesterosos miembros desde su atalaya de artista; su padre, Émile Zola, se interesó más por la emergente clase obrera analizada desde una óptica científica, pero al burgués Simenon ya sólo le restaba profundizar en su autorretrato y así dar un mejor testimonio de la soledad de este ser urbano, que puede permitirse todo menos vivir de verdad. Volviendo a las cuitas de su personaje, el atribulado Monde, no se puede decir que diera la vuelta al mundo, ni que, en definitiva, su aventura durase más que unos pocos meses, aunque, cuando regresó a su perdido hogar, ya nunca miró las cosas con la resignación de siempre y, claro, infundía a su alrededor una extraña mezcla de aprensión y respeto. Y es que había conocido el revés del mundo, la única forma para que éste se mantenga derecho. ¿Acaso hay otra historia como argumento para una novela actual de aventuras?

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