La defensa frente a la arbitrariedad
Con excesiva y lamentable frecuencia ocupan los titulares de los medios de comunicación resoluciones judiciales recaídas en litigios familiares que chocan al sentir público general. Y lo hacen bien sea por su contenido, bien sea por los razonamientos en que se amparan sus determinaciones. En estos conflictos, el lector no sólo constata la cotidianeidad de los mismos, sino que es consciente de la enormidad de su trascendencia. Por ello, tiembla. Afectan estas decisiones a lo que es más íntimamente querido por cada persona: a su vida familiar, a sus hijos, a su entorno. Estas resoluciones judiciales producen un vuelco total en el mundo de cada uno. Un cambio de ciento ochenta grados en su presente y en su futuro. Un terremoto en su existencia.
Lo que más impacta en algunas decisiones es el tiempo que tarda en remediarse el disparate
Algunas de estas decisiones aparecen fundadas en ideas o razonamientos que el sentir general de cada momento histórico rechaza de forma absoluta. No olvidemos que la sabiduría del Código Civil impone siempre la toma en consideración de la "realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas" las normas. Cuando contemplamos alguno de esos disonantes fenómenos, lo que más impacta a los profesionales del Derecho no es ya la decisión sorprendente -que también-, sino la forma y, sobre todo, el tiempo en que tal disparate puede ser remediado. Porque si en todos los supuestos esta pronta corrección es esencial, en aquellos de contenido económico, mejor o peor, pueden aplicarse enmiendas del mismo orden -intereses, indemnizaciones - que minimicen el perjuicio de la demora. Pero ¿qué pasa cuando el destinatario de la equivocación es la persona misma? En materia familiar, ¿quién lava las heridas del niño, que las ha recibido de forma profunda y esencial durante su infancia, marcándole de modo indeleble, para siempre? Las equivocaciones sufridas en la niñez ¿pueden restañarse cuando la victima es ya todo un hombre?
Cuando indebidamente se priva a unos hijos de su progenitor, cuando se les entrega en adopción o en acogimiento a otros en oposición a la lógica, cuando se les somete a la tutela de un ente administrativo sin causa, cuando se niega a un niño aquejado de, por ejemplo, un síndrome de Down, la peculiaridad de trato que su condición requiere, ¿cómo se sana, cinco años más tarde, el daño producido?
Un principio básico de la Justicia obliga a que las decisiones de sus órganos sean siempre revisables por otros. Es la defensa frente a la arbitrariedad o el desvarío. Es el derecho a los recursos. Pero mitiga la eficacia de este derecho que, para no propiciar los interpuestos de forma temeraria y disminuir así la carga de trabajo de los tribunales, se ejecutan las resoluciones recurridas se ejecutan: se lleva a efecto lo resuelto. Además, en algunos procesos de naturaleza urgente - no siempre real -, como ocurre con las medidas provisionales matrimoniales o de menores, se excluye la posibilidad de recurrir, dejándose la oportunidad de modificar lo acordado para un proceso ulterior, a veces lejano en el tiempo.
Es cierto que cuando no hay recurso ordinario, queda la posibilidad - reducida - de impetrar una nulidad de actuaciones, que apela a la grandeza - difícil - de los autores de reconocer los propios errores. También existe el medio de acudir a la vía constitucional, para obtener amparo frente a la infracción de derechos fundamentales. Pero, en esta materia de manera singular, los cuatro o cinco años que la jurisdicción constitucional tarda en resolver ¿no convierten cualquier resultado en pírrico?
En esta vía, existe una pretensión que impetrar: el reconocimiento de la demora indebida en la administración de Justicia. Este retraso es reconocido por el Tribunal Constitucional respecto de la acción de Tribunales ordinarios que tardan a veces dos años en resolver. Pero, en el otorgamiento de este amparo tardan cuatro años. Claro está, que el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo, a su vez, ampara a justiciables frente al Tribunal español por la tardanza de éste, pero para ello, consumen cinco años. Y en esta escala funcional, inundada de citas, reiteradas y grandilocuentes del principio universal de protección primordial a los menores y a los niños ¿hay alguien que de verdad se acuerde de ellos?
Luis Zarraluqui es abogado y ex presidente de la Asociación de Abogados de Derecho de Familia.
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