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Columna
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Sospechosos en la T-4

Jesús Ruiz Mantilla

El médico me ha recomendado andar a menudo y yo le he dicho que paro un par de veces a la semana por la T-4. "Con eso te vale", me ha respondido, mirándome malsanamente de reojo. Cree que la medida da más que de sobra para mi ejercicio semanal pero no deja también de compadecerme por los efectos secundarios. Todavía no me ha sugerido cita con algún colega psiquiatra, aunque me temo que el volante está al caer porque manejarse por ese mundo hostil y para muchos indescifrable del nuevo Barajas, me va a requerir una buena terapia a corto plazo.

Por lo pronto, usaré estas líneas como diván, y no sólo imaginario. Hace más o menos un año entré por primera vez a esa... cosa... a la que todavía no sé cómo enfrentarme, ni cómo definir o cómo abordar, sin coste físico ni psíquico irremediable. Sé que cada vez que me meto por una de sus puertas estoy a merced del destino y la suerte. He perdido ya tres o cuatro aviones y he deambulado kilómetros por culpa de la incompetencia de quienes marean al personal formando colas absurdas mientras uno contempla perplejo los mostradores vacíos. ¡Metan gente, hombre, que bien que volamos ya los españolitos por el mundo!

A lo que iba. Mi amigo Alfredo dice que el conjunto es bonito y yo le contesto que estaría bueno que encima no lo fuera. Pero por eso no deja también de parecer el esqueleto frío de un mastodonte, inabarcable; un inquietante laberinto de hierros, madera y metal creado un buen día contra las gentes de bien. El producto de una conspiración política con agentes de las más dispares administraciones, amamantados en su ambición por ingenieros y arquitectos. La providencia nos libre de todos aquellos urdidores de obras públicas que quieren pasar a la historia a nuestra costa, porque en pos de su egocentrismo acabarán jodiéndonos la vida. Somos sus víctimas, su carroña. Encima, a esos maquinadores del complot, hay que añadir otra especie sospechosa y nada de fiar: aquellos a los que les fue entregado sin remedio este monstruo de cien cabezas, los responsables de aerolíneas y las autoridades aeroportuarias.

Mido bien las palabras para referirme a ellos. Con que no se ofendan más de lo que cualquier ciudadano de a pie se ofende cuando tiene que demostrar su más que soberana inocencia, sabrán comprender el mensaje. Años de lucha para librarnos del pecado original y ahora nos vienen con esto. ¿En base a qué ley, a qué derecho, te vejan, te convierten en potencial asesino cada vez que traspasas la línea de su territorio?

El vicio de convertirte en culpable por el mero hecho de llevar una tarjeta de embarque en el bolsillo es pura paranoia anglosajona, pero hay que ver qué pronto se lo han contagiado al mundo mundial. Aquí hay que reconocer que no han llegado a los extremos del delirio sistemático que les lleva a registrar en Londres o Nueva York a cualquier viejecita inofensiva -que es que se ve que son inofensivas- y descolocarles a las pobres señoras las bragas, las combinaciones, los peines y los potingues en busca de cualquier artefacto explosivo o de un Bin Laden replegable en el equipaje de mano. Además, a los tíos con cara de perro que tienen destinados para tal fin nadie les ha enseñado a pronunciar las palabras "por favor" y "gracias". No puedo con esos macarras a los que por el hecho de llevar en la espalda esa sacrosanta enseña de nuestro pobre tiempo que reza "Seguridad", te perdonan la vida cada minuto.

Por no hablar de la nula cintura y la imposible cuota de flexibilidad que despliega el personal de las aerolíneas en ese territorio Gulag que es la T-4, con gente que deambula por ella con el gesto aterrado por sentirse susceptibles de cualquier humillación. Su frase favorita cuando llegas un minuto tarde es aquella de: "Lo siento, su vuelo se ha cerrado". "¡Pero si lo alcanzo de sobra y además vengo de una cola en la que me han puesto ustedes por equivocación!". Nada. Te lo repiten: "Lo siento, su vuelo está cerrado"... "Su tabaco, gracias". Eso sí no le pasan la pelota a otro, te mandan a la puerta con la lengua fuera y uno, que queda allí como guardián del calabozo, te dice: "La puerta se ha cerrado". Efectivamente, la puerta se ha cerrado, pero el avión está ahí, delante de todas nuestras narices, e insistes. Tampoco hay nada que hacer: "La puerta se ha cerrado". ¡Pues ábrala, coño, ábrala, que no hacemos daño a nadie!

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Comprenderán con ese panorama, la cara que se nos pone a más de uno cuando te anuncian: "No sales de la T-4". Yo, por lo menos, pongo a enfriar el champán.

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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