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Columna
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Olores

Para la nariz de un asiático los occidentales olemos fatal. La de un chino o un coreano ya le hace ascos al olor de un japonés pero el tufo de los europeos o americanos les resulta bastante más repugnante. Esto lo explicaba al detalle y con gran conocimiento empírico una de esas mujeres a las que el ejército nipón convirtió en esclavas sexuales durante la invasión de China y Corea. Sus descripciones de los efluvios que hubieron de soportar cuando prestaban forzado servicio a la soldadesca invasora y a sus amigotes merecerían ser recopilados por algún tratado de olores. Porque sobre las fragancias, en las que se fundamenta la potente industria de la perfumería, se ha escrito mucho, en cambio, sobre el hedor humano tengo la impresión de que escasea la literatura. Lo que sabe cada cual es lo que cada cual huele, sin más rigor ni tipificación. Esa apreciación tan personal y subjetiva conduce con frecuencia al error de pensar que nuestro olor corporal es el modelo a seguir por el género humano mientras que los miembros de otras razas huelen a choto que apestan. Nunca pensamos que nuestro tufo pueda ser tan asquerosito para ellos como para nosotros el suyo. Ellos huelen mal y nosotros bien, deducimos sin más. En esto del olor corporal hay no obstante factores objetivos como lo es la intensidad del sudor en aquellos individuos procedentes de los países próximos al trópico. Es evidente que allí las glándulas sudoríparas han de trabajar de lo lindo y además los vapores que desprenden cumplen una función añadida de defensa natural contra los insectos.

Casi 50 millones le ha costado a Metro el que sus viajeros no sufran ese ambiente tórrido

Otro aspecto a tener en cuenta son los diferentes hábitos de higiene. En España, según las encuestas, nos duchamos bastante más que los ingleses, lo que induce al subconsciente a poner bajo sospecha cualquier sobaco británico. Luego están las circunstancias de cada lugar. La cultura social del aseo nunca puede ser igual en un país donde el agua brota alegremente del grifo como en otro donde con una palangana ha de apañarse toda una familia. Así que, antes de que nuestra pituitaria emita un juicio inclemente conviene que el cerebro considere todos los atenuantes.

Quizá el espacio público en el que los olores humanos someten a prueba con más severidad la sensibilidad de nuestras pituitarias es el metro. Un lugar que haría sin duda las delicias de Jean Baptiste Grenouille el asesino protagonista de esa inquietante novela, ahora llevada al cine, titulada El perfume. El "evanescente mundo de los olores", que tan magistralmente describía el escritor alemán Patrick Süskind, encontraría hoy en los andenes y vagones del suburbano el mejor de los catálogos imaginables. Y es que los apretones estivales del metro despiden una mezcla de aromas corporales digna de una bacanal odorífica. Ciudades como París, Londres o Nueva York pueden presumir de contar con redes de Metropolitano extensas y eficaces, pero nunca de su aspecto y desde luego mucho menos de su olor. Justo al contrario de Madrid donde, a pesar del enorme avance, la red aún deja que desear pero la imagen es bastante más aparente y sobre todo no huele tan mal. Ni que decir tiene que eso sucede por la mejor ventilación de los pasillos y andenes y la menor incidencia de filtraciones indeseables procedentes de las cloacas.

Además, en las últimas semanas se ha completado aquí el programa de climatización de los vagones para que todos los coches dispongan de aire acondicionado. Casi 50 millones de euros le ha costado a la compañía el que sus viajeros no sufran ese ambiente tórrido y viciado tan temible en los meses de verano. Todo un lujo, les aseguro, si se compara con la atmósfera hostil que se respira en otros transportes metropolitanos de prestigio internacional.

El del olfato es un sentido no siempre valorado y, aunque intangible y arbitrio puntúa en nuestra calidad de vida.

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