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Columna
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Cadaqués, la frágil nostalgia

Extraño. Extraño que lo propio resulte tan extraño. A diferencia del mito, que retrotrae a paisajes de invierno con fuego de chimenea y álbum de fotos, a mí se me activa la nostalgia en verano, en plena calle, rodeada de gente anónima y despreocupada. Quizá porque todo es más excesivo, más lleno de densa humanidad, el verano me resulta un espacio de introspección, de retorno al tiempo de los tiempos suspendidos, donde habitan los sueños, los fantasmas y los recuerdos. Paseo por el Cadaqués de mi familia milenaria. Como nos gusta decir a los amigos, los míos veranean en este inhóspito pueblo desde hace más o menos 900 años, así que le tenemos un poco tomada la medida. Sin embargo, aquí, mirando hacia Es Cucurucuc, desde el paseo donde el horizonte es una constancia azul, este viejo paisaje me resulta ajeno, casi desconocido. No. No se trata de hacer un canto idílico e ingenuo al Cadaqués del pescador que nunca había estado en Figueres pero había recorrido las Américas, aunque ese Cadaqués, de anchoas saladas en casa y burilles de postre, ha sido el marco de mi educación sentimental. Robinson Crusoe sólo me parece poético cuando tiene conversaciones imposibles con su sirviente mudo Viernes. Pero el Cadaqués natural y primitivo de otras épocas era tan bello como abrupto para el quehacer diario. Hambre, dificultades, todo tipo de luchas..., poesía para la ecología, pero prosa arisca para la vida. Estar en contra del progreso y el bienestar actual de mi viejo pueblo sería tanto como establecer una malvada relación elitista con sus gentes y sus derechos. Pero debe haber alguna diferencia entre superar la vieja cassussa de los tiempos difíciles -que estrujaba los estómagos vacíos hasta el dolor- y perder completamente el sentido de la identidad. Hoy, Cadaqués continúa siendo un espacio de belleza indómita, aún salvaje en los días de la tramontana, casi quieto en las semanas de poca actividad, pero pierde personalidad a ritmo acelerado, y lo hace con feliz inconsciencia.

Hablamos, por ejemplo, del idioma. Lo comento en el Rentabit de Miquel Juncà, que acoge, pacientemente, mis problemas de artículo por hacer, sin ordenador a mano. Hace unos años, mis idas a Cadaqués eran el retorno a un catalán con una maravillosa riqueza de vocabulario, melódico en su salar centenario, casi críptico en sus localismos, enigmático. Yo, que venía del quemaco barcelonés, me depuraba en los meandros del idioma, recuperaba su complejidad, aprendía en el libro de la sabiduría popular. Hoy, sin embargo, el proceso resulta a la inversa. Manteniendo ese catalán chava de los urbanitas, e intentando mejorarlo con paciente perseverancia, cuando llego a Cadaqués ya no retorno al idioma. Muy al contrario, Cadaqués se ha convertido en una carrera de obstáculos idiomático que hace casi imposible que uno pueda hacer dos actividades seguidas en catalán. No se trata sólo de la llegada masiva de inmigrantes sudamericanos, que lógicamente copan -para bien- los servicios turísticos y su atención al público. Se trata de la dejación que los autóctonos están haciendo del idioma, hasta el punto de que la mayoría habla automáticamente en castellano ante cualquier persona desconocida, no piden a sus trabajadores que conozcan ni dos palabras en catalán y no toman conciencia de su responsabilidad individual. Por supuesto, todos son catalanistas, todos se quejan de la Generalitat y etcétera, y todos se ríen de los de la capital. Pero ni uno de ellos hace el esfuerzo personal de convertir su pequeña área de influencia profesional en un espacio con presencia del idioma. Y así, el idioma pasa a ser algo interno, propio de los propios, ajeno al mundo exterior en el que habita y al que tendría que definir. Me dicen, incluso, que la propia radio de Cadaqués va a emitir en castellano, con la excusa de no sé qué mal entendido concepto de solidaridad. ¿Solidaridad con el idioma que hablan centenares de millones de personas y que no corre ningún peligro? ¿Y la solidaridad con el cadaquesenc que habla sólo un millar y que, lentamente, pierde zonas de dominio, hasta ser un puro exotismo? En fin. Esperemos que sea un rumor de verano, porque si no se trataría de una severa imbecilidad. Lo dicho. Hoy, estar en Cadaqués y hablar una hora seguida en catalán empieza a ser un milagro.

Y no sólo eso. También hay algo más sutil, quizá menos tangible, que definía el extraño sabor de un pueblo distinto a todos, específico hasta el misterio, incluso, como diría Pichot, antipático de tan salvaje. Sus tradiciones, su estilo, su paisaje urbano, su carácter indómito. No lo ha perdido completamente y, por supuesto, forma parte de la evolución no mantenerlo como antaño. Pero la impresión que acumulo desde hace tiempo es algo más pesimista, como si Cadaqués fuera perdiendo especificidad y convirtiéndose en un lugar cualquiera de los tantos que ilustran los folletos de las agencias turísticas, con urbanizaciones masivas, especulación de tiburones inmobiliarios, decenas de motos que masacran sus silencios, noches de verano que podrían ser cualquier noche de verano en cualquier pueblo de la costa mancillada... Me dirán que, al final, lo mío sólo es nostalgia. Sí. Ya avisé. Pero repito, no es nostalgia de belleza primitiva, sino de destrucción excesiva, innecesaria, demasiado gratuita, de la propia personalidad. Cadaqués está lentamente agonizando en su identidad. Puede que renazca con otra, quizá más intensa, sin duda más amable, puede que más rica. Pero no será genuina. Y, al paso que vamos, quizá no será ni catalana.

www.pilarrahola.com

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