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Reportaje:TEATRO

Cyrano y el huevo del cuco

Javier Vallejo

Melancólico y apolíneo, el Cyrano de Josep Maria Flotats era un galán con un defecto físico que tapaba sus virtudes. Su amada le miraba demasiado de cerca, y la nariz no le dejaba ver el bosque. Bajo de estatura, diez años mayor y redecorado con un bigote a lo Aznar, el Cyrano de José Pedro Carrión es un tipo pardo y peligroso. Está más cerca del original. Coquelin, el actor de la Comédie que encargó esta obra a Rostand, tenía cuando la estrenó la edad exacta de Carrión: 56 años. Era menudo, regordete, poco agraciado: un Tartufo estupendo, un don Juan improbable. El autor cortó el protagonista a su medida. El pánico a declararse a Roxana que siente Cyrano es un reflejo del que le producían a Coquelin las escenas de amor. Se le daban fatal. El autor lo sorteó haciendo que su personaje se declare por persona interpuesta, y de paso, creó la mejor escena del balcón de la historia del teatro, junto a la de Romeo y Julieta.

Para ver el Cyrano dirigido por John Strasberg, que se representa hoy en el Festival Castillo de Niebla, es mejor olvidarse del celebérrimo de Flotats y Scaparro, con el que no tiene en común más que la juventud de la troupe. En este montaje el foco está repartido, hay una estética aquilatada, ideas brillantes y algún lastre. Entre los hallazgos, el abrazo entusiasta que Roxana (Lucía Quintana) le pega al protagonista, decidido a declararse, al entrar en la pastelería de Ragueneau: sirve para dar la impresión firme de que tras su amistad late algo más. Después de mostrarse tan cálida, cuando le revela su amor por Christian, Cyrano se queda de piedra, y nosotros con él. Pero la novedad principal del Cyrano de Strasberg es que no ama vicariamente, como sucedía en montajes anteriores. Su valor con la espada nace de un complejo de inferioridad: de puro feo se siente indeseable. Necesita otro cuerpo para lidiar en la cama y toma prestado el de su rival, sin que eso signifique cederle a Roxana. Deja que se enamore de él para poseerla a través suyo. Cada palabra que Christian le dice o escribe a su novia es de Cyrano: con ellas, le desliza oído abajo una pasión ajena. Como el cuco, Cyrano pone los huevos donde se los incube otro pájaro.

Con buen criterio, Strasberg hace de la anagnórisis de Christian (Cristóbal Suárez) el momento álgido de su espectáculo, y le da mucho vuelo al protagonista femenino. Por ejemplo, lo sitúa, y esto es más arbitrario, en el centro de la escena del balcón. Lucía Quintana tiene encanto: le saca partido al verso alejandrino, lo dice con naturalidad, quebrándolo. Pero durante la agonía de Cyrano, cuando a Roxana se le cae la venda y decide entregársele sin reservas, la actriz no se compromete físicamente con él, lo trata con cierta distancia. Lo que hace contradice lo que está diciendo. José Pedro Carrión da lo mejor de sí en el monólogo final, montado a lo clásico: en la boca de la escena, con un cenital. Otras veces, habla en penumbra: en este montaje lo pictórico le da dentelladas a lo teatral. Falta punta de emoción. La luz de Cornejo y la estupenda escenografía de Daniel Bianco tienen cierto estilo Piccolo Teatro di Milano. Carrión y Suárez son una pareja de cadetes asimétrica. Uno le saca al otro la cabeza y el cuello. Podrían jugar cómicamente semejante diferencia.

Cyrano. Festival de Castillo de Niebla (Huelva). 28 de julio.

Un ensayo de 'Cyrano', de Strasberg.
Un ensayo de 'Cyrano', de Strasberg.

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Sobre la firma

Javier Vallejo
Crítico teatral de EL PAÍS. Escribió sobre artes escénicas en Tentaciones y EP3. Antes fue redactor de 'El Independiente' y 'El Público', donde ejerció la crítica teatral. Es licenciado en Psicología, en Interpretación por la RESAD y premio Paco Rabal de Periodismo Cultural. Ha comisariado para La Casa Encendida el ciclo ‘Mujeres a Pie de Guerra’.

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