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Columna
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Deudas pendientes

Somos un conjunto de manías, de verdades transitorias y de deudas pendientes. Procuramos presentarnos a los demás con la sonrisa de nuestras verdades, pero nada nos define mejor que las manías y las deudas. Las manías son cicatrices en el carácter, huellas del pasado que se esconden en los hábitos del presente y en las locuras cotidianas. Los humildes ciudadanos que no tenemos ninguna religión en la que fundar nuestra personalidad, somos una colección de manías confesables o inconfesables. Nos definimos por los horarios de nuestros humores, los platos preferidos, el amor o el miedo a una especie animal, la gente que nos gusta o que nos amarga el día, las cosas que nos hacen reír o llorar, las debilidades sexuales, las vanidades secretas, las canciones que nos sabemos y las cosas que se nos olvidan. Otras cosas no se olvidan, y se convierten en deudas si están lejos de nosotros.

El azar no es caprichoso, va en la dirección que busca, pero camina de forma irregular, dejando a su paso una estela de lagunas, cajas cerradas y lugares vacíos en el inventario de nuestras pretensiones. Las deudas anidan por largo tiempo en la imaginación y nos definen tanto como nuestras manías. En la intimidad del deseo somos el libro que no hemos leído, la ciudad que no hemos visto, el idioma que no hemos estudiado, el amor adolescente que no llegamos a consumar. Las sólidas personalidades de cemento viven como si no tuvieran huecos, asfixiados en su propia perfección. La gente con lagunas y rotos está más aireada, cruza el viento por ella, y la costumbre del viento es arrastrar de vez en cuando alguna sorpresa. Faltos de dioses y de mandamientos, nos enganchamos a la vida gracias a nuestras deudas. Deudores de nosotros mismos, no nos perdonamos del todo para seguir manteniendo una quebradiza ilusión de futuro.

Los lectores contamos con el campo infinito de la literatura para ofrecernos segundas oportunidades sin demasiados riesgos. A cierta edad resulta difícil estudiar idiomas. Tampoco es tarea sencilla recuperar amores perdidos sin provocar un estrépito de cristales rotos. Hay ventanas sentimentales que no soportan los balonazos de juventud. Por eso las cuentas pendientes que mejor se cierran tienen que ver con los viajes y con la literatura.

Alguna vez aprovecharé el verano para viajar a Estambul. Su ausencia vive en mi casa junto con los recuerdos que me traje en la maleta después de conocer, pasear, beberme y comerme algunas de mis ciudades preferidas. Una año tuve incluso el billete de avión, pero se quedó perdido en el baúl de los imprevistos familiares. Cuando paso el dedo por los mapas y hago girar la bola del mundo, soy el buscador de libros en la calle Florida de Buenos Aires, el comprador de naranjas en el mercado de los viernes en Damasco o el literato nostálgico que recorre Berlín para dejar una bufanda y un cigarro encendido en la tumba de Bertold Brecht.

Pero también soy el viajero que un día irá a Estambul. Como son los escenarios imprescindibles de la vida, el mundo y la literatura no pueden estarse quietos, giran, giran, y nos ofrecen ocasiones para cancelar las deudas. Los lectores de verdad saben mucho de los libros que no han leído, y no porque se empeñen como los pedantes en hablar de aquello que desconocen, sino porque viven en compañía de sus afortunadas e insistente lagunas.

Nos unen al futuro algunas tragedias clásicas, un drama de Shakespeare, una buena novela decimonónica, un poeta ruso, algunos títulos cargados de reconocimiento público y melancolía personal. Le agradezco, por ejemplo, a Eduardo Mendicutti su insistencia en aconsejar todos los veranos la lectura de Mi familia y otros animales. Este mes de julio he tenido oportunidad de cancelar esa deuda conmigo mismo. Gerald Durrell ha poblado el patio de mi casa de hermanos, madres, lagartijas, delfines y luciérnagas de Corfú. Ni las casas, ni las identidades, ni las estanterías, ni los vasos de vino, deben llenarse del todo. Conviene dejar huecos para que pase el aire.

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