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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El sillín de los líos

El ciclismo corre el riesgo abrumador de perder su condición de deporte para convertirse en una sucesión de escándalos de dopaje. En el Tour de este año, la carrera por etapas de más prestigio del mundo, se han producido dos grandes escándalos que, aparentemente, abundan en el descrédito general del ciclismo: uno de los favoritos, Alexander Vinokúrov, fue expulsado por dar positivo en uno de los controles de final de etapa; y el equipo Rabobank, patrocinado por el sin duda respetable banco holandés, decidió retirar de la carrera a Michael Rasmussen, maillot amarillo, por dos graves infracciones: la de mentir sobre su periodo de entrenamiento y la de saltarse dos controles antidopaje ya en la carrera. La amenaza de suspensión del Tour, con lo que hubiese supuesto para el ciclismo, planeó durante horas entre los organizadores a causa del impacto de ambos abandonos y de la creencia muy extendida de que son bien escasos los ciclistas de élite que no recurren a las drogas o a la transfusión para competir.

Las expulsiones de Vinokúrov y Rasmussen se pueden interpretar en tono apocalíptico, para abundar en el diagnóstico de que el ciclismo es un nido de drogadictos, rodeados de bandadas de pastilleros y permanentemente sometidos a transfusiones fraudulentas. En suma, un deporte condenado a la desaparición. Pero también se puede llegar a la conclusión de que la organización del Tour está haciendo esfuerzos denodados por perseguir el dopaje y recuperar el crédito del deporte de la bici, y que los equipos colaboran activamente con la organización y expulsan a sus corredores por infracciones graves.

Parece más razonable un análisis menos catastrofista. Si existe alguna receta para recuperar la confianza de los aficionados en el ciclismo limpio, es aplicar rigurosamente las normas antidopaje, caiga quien caiga, por más convulsiones que se deriven de esa política. Los corredores ya saben que las trampas tienen su castigo y se arriesgan al oprobio público y la ruina profesional si recurren a sustancias ilegales. Sería de gran ayuda que este tratamiento de choque se complementase con medidas que atemperasen el rigor de las etapas -por ejemplo, acortando su recorrido- de forma que los ciclistas no se viesen en la obligación de realizar esfuerzos sobrehumanos. La conclusión podría ser que el Tour no ha muerto, pero que para sobrevivir debería mantener la política implacable contra el dopaje y organizarse en etapas más cortas y menos heroicas.

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