Atención a los desastres
Parece una cruel paradoja del destino el que los dos países que abrazaron en los ochenta la causa de la "revolución conservadora", que levantó la bandera de adelgazar el Estado, se hayan visto enfrentados a desastres naturales en los que toda presencia de servicios públicos de emergencia parece siempre poca. El huracán Katrina en Estados Unidos, y las inundaciones del fin de semana en Inglaterra, aun tratándose de siniestros de muy distinta dimensión, han venido a poner de manifiesto una vez más que la diferencia entre el desarrollo y el subdesarrollo radica en la capacidad de prevenir y paliar los efectos de las catástrofes. En el caso de Estados Unidos, la superpotencia apareció en esta materia como un ídolo con pies de barro. En el de Inglaterra, los servicios de emergencia han funcionado razonablemente, aunque no hayan podido evitar momentos de pánico, sobre todo por la carencia de agua potable.
Estas inundaciones no han sido, con todo, las más devastadoras que ha padecido el Reino Unido, ni en fechas recientes ni en el pasado. En 1947, con el país todavía sumido en la posguerra, llovió menos que este fin de semana, pero los destrozos fueron mayores. Y hace apenas un mes las aguas anegaron más superficie que ahora, aunque pasara desapercibido. El interés del país estaba concentrado en el traspaso de poderes entre Blair y Brown, y los medios de comunicación sacrificaron la noticia de las inundaciones al relevo en la cúspide del Ejecutivo. La conclusión resulta perturbadora, porque puede provocar un espejismo: los desastres lo son en mayor o menor medida dependiendo de la atención que se les preste. Si no para los afectados, sí, al menos, para el resto de sus compatriotas.
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