La incomodidad de viajar
Hubo un tiempo en que viajar constituía una experiencia placentera. Pero ahora es sinónimo de incomodidad, cuando no de situaciones vejatorias y de hacinamiento en aeropuertos, estaciones de ferrocarril o carreteras, reflejadas en esas escenas cada vez más frecuentes de multitud de personas tiradas en los suelos de los aeropuertos a la espera de su vuelo.
La incomodidad de viajar coincide con el acceso de amplias capas de la población al disfrute de posibilidades y experiencias que en el pasado eran privilegio de unos pocos y signo de elitismo.
Esa coincidencia puede hacer pensar que la incomodidad es el coste inevitable de la democratización del viaje. Pero sería un error. La democratización permite transformar lo que antes era una actividad económica marginal, cuyos servicios sólo podían pagar familias adineradas, en una industria de servicios capaz de suministrar esa posibilidad a amplias capas de población.
Sucede lo mismo que con el automóvil. En sus inicios fue un cachivache para ricos y extravagantes; pero la disminución de costes y la extensión de su uso creó una industria capaz de hacer accesible ese bien a la mayoría de la población. Y no por eso los coches perdieron calidad o se hicieron más caros, sino todo lo contrario.
La actual incomodidad de viajar tiene su origen en dos factores. Por un lado, en la falta de estándares obligatorios de calidad de servicio con que operan las empresas en una industria que se acaba de liberalizar. Por otro, en la actitud paranoica de funcionarios y autoridades que, incapaces de adoptar medidas selectivas y eficaces contra la amenaza de acciones terroristas, han optado por controlar los movimientos de todas las personas.
Esas medidas de aplicación general producen sólo una apariencia de control. Pero, por el contrario, dan lugar a una intromisión real -y, en algunos casos, vejatoria- en la libertad y la privacidad de los ciudadanos, sometidos en todo momento a cacheos y comprobaciones. Como explicó en estas mismas páginas el eurodiputado Ignasi Guardans, la adopción por la Comisión Europea de esas medidas fue decisión de burócratas impulsados por la necesidad de hacer algo ante la insistencia de sus homólogos norteamericanos. Pero esas actuaciones no están avaladas en su eficacia por la opinión de expertos, ni su legalidad ha sido verificada por el Parlamento Europeo.
Esas medidas provocan inquietud y temor. Permítanme una anécdota personal. Hace unas semanas me hice un corte en el dedo índice de la mano izquierda. La cosa no tendría que haberme provocado mayores preocupaciones. Pero me inquietó, porque en la semana siguiente tenía que viajar a Estados Unidos y no quería tener problemas. Hice todo lo posible para curar la herida. Cuando llegué al control de entrada, el agente me hizo poner el dedo índice de la mano derecha en el detector electrónico de huellas digitales, a la vez que me situaba delante de la cámara para fotografiar mi cara. Me pidió a continuación que pusiera el dedo índice de la mano izquierda. El escaner detectó algo. El funcionario me pidió que le enseñara el dedo. Después de un momento, amable y comprensivo, me dejó entrar en el país. Pero yo había estado inquieto tres semanas.
Pero la principal y más cotidiana causa de la incomodidad de viajar tiene que ver con la falta de calidad del servicio que prestan las empresas de transporte y con el hacinamiento que en ocasiones se produce en los aeropuertos.
La liberalización del servicio de transporte de viajeros ha abaratado el precio del viaje y ha permitido el acceso a ese servicio a un mayor número de ciudadanos. Pero la mala calidad del servicio es el coste oculto de la liberalización que pocas veces se tiene en cuenta cuando se hace balance de ese proceso. Largas colas en los mostradores de facturación, retrasos en la salidas, reducción de espacios entre filas de asientos que no permiten colocar las piernas sin molestar a los viajeros de al lado, largas esperas y pérdidas de maletas, horarios de vuelos a horas intempestivas, precios abusivos de las consumiciones a bordo o exceso de pasajeros en los espacios para esperar el embarque son algunos de los inconvenientes que han transformado el placer de viajar en una experiencia amarga y tensa.
Me cuenta un amigo que hace unos días escuchó cómo en el aeropuerto J. F. Kennedy de Nueva York anunciaban por los altavoces que excepcionalmente se autorizaba a fumar dentro de la terminal de American Airlines. Los responsables buscaban rebajar la tensión que estaba produciendo el hecho de que sólo estaban operativas unas pocas mesas de facturación ante la que se amontonaban larguísimas colas de nerviosos viajeros que veían cómo sus vuelos se cerraban y tenían que quedarse hacinados en la terminal a la espera de que al día siguiente pudiesen viajar, como le sucedió a mi amigo.
¿Qué tiene que ver toda esta incomodidad con la democratización del viajar? Nada. De la misma manera que la industria eléctrica tiene que tener centrales de reserva que entran en funcionamiento sólo en aquellos escasos momentos del año en que se producen puntas de consumo, la industria del transporte de viajeros tiene que disponer de la capacidad de reserva para atender las puntas de demanda, sin perjuicio de la calidad del servicio.
Pero esto no será un resultado automático de la liberalización. Las empresas de servicios tienden a competir en precios, pero no en calidad. Es más, muchos directivos creen que las inversiones para mejorar la calidad no son recompensadas por los consumidores, y que, por el contrario, deterioran su capacidad de competir en precios.
Regular la calidad y publicar indicadores comparados de las distintas empresas beneficiará a los consumidores. Pero también ayudará a la propia industria a enfrentarse al dilema del prisionero en el que se encuentra ahora, dado que si sólo invierte en aumentar la calidad está dando ventaja a sus competidores, que podrán competir con menores precios.
La regulación de la calidad también interesa a los gobiernos comprometidos con la liberalización. Porque si las cosas van mal, los consumidores les harán responsables de la mala calidad del servicio (recuerden el caso Air Madrid) y le retirarán su apoyo.
Se trata, ante todo, de recuperar el placer y la comodidad de viajar.
Antón Costas es catedrático de Política Económica de la Universidad de Barcelona.
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