Lección de tinieblas
Pecado de lesa crónica: no fui -no pude- a la conferencia que Lourdes Cirlot, catedrática de Historia del Arte en la UB, impartió el martes en un lugar un tanto a trasmano, en sentido real y figurado: los servicios funerarios de Sancho de Ávila. Título de su lección: La presencia de la muerte en el arte contemporáneo. Pero al día siguiente fui a su casa, donde me recibió con gran amabilidad y volvió a conferenciar para mí solito (generalmente, el periodismo es un chollo, creo haberlo dicho alguna otra vez). Lourdes Cirlot quedó sorprendida por las cerca de 150 personas que habían acudido a escucharla al tanatorio y por el trajín de fotógrafos que la inmortalizaban. Jamás me había ocurrido, confiesa. Esto es lo que dijo, forzosamente jibarizado.
¿La abstracción ha representado la muerte o es un tema que no la afecta? Pues sí, ella también ha tenido que pactar con la Gran Dama. Vamos a ver, ¿todo esto cuándo empieza en el arte occidental? No la muerte en un sentido doctrinario, confesional (gótico, románico), sino como reflexión estética e icono. El Renacimiento, siempre se vuelve a él: Andreas Vesalius en su Libro séptimo, de 1543, dibuja un esqueleto melancólico, apoyado como sobre una barra de bar, solo. Vesalius es médico por lo que dibuja la melancolía con precisión anatómica. Más tarde, en la primera mitad del siglo XVII, aparece en el arte el tema de la vanitas, el ajuar mortuorio -dinero, joyas, posesiones- junto a los elementos simbólicos clásicos, como la clepsidra o la flor cortada. Vea este grabado de Philippe de Champiègne. Llegamos así al tardomanticismo de Arnold Böcklin y a su obra emblemática, La isla de los muertos, de 1883. De ahí beben Dalí y Warhol. El Autorretrato con calavera de Warhol (1978) es un homenaje explícito al Autorretrato con muerte de Böcklin.
Pero en el siglo XX, la muerte y su iconografía quedan ligadas a las dos grandes confrontaciones bélicas. Aparece por la ironía rota, el grito, el juego macabro: James Ensor pinta Esqueletos disputándose un arenque ahumado (1896). Queda inaugurada la vía del expresionismo: Oskar Kokoschka presenta su espeluznante Pietà en 1908 y retoma viejos simbolismos como el sol y la luna en alusión al ciclo de la vida. Egon Schiele, su discípulo, realiza sus Eróticas. Georg Grosz denuncia la guerra en Apto para el servicio (1918) y André Masson, una década más tarde, entra de forma explícita en la crónica negra, en obras como El descuartizador (1928) y Matadero (1930): sufría secuelas psicológicas de una matanza a la que asistió en 1916. También René Magritte presenció el suicidio de su madre, vio cómo la sacaban del estanque, con el camisón embozándole el rostro, de ahí esa obsesión por las cabezas envueltas.
Los surrealistas convirtieron la muerte en cadáver exquisito, un juego de salón que solían practicar en sus reuniones. La asociaron a casi todo: al amor, la violencia, el erotismo, el masoquismo. Pero Dalí además se nutre de Böcklin y de Jean-François Millet, de cuyo Angelus llega a pensar que entre la pareja de labradores hay un niño muerto, y lo busca bajo las capas de pintura del cuadro, donde efectivamente encuentra una mancha que emborrona algo, el cadáver del hijo. Warhol es más directo, relaciona muerte con contemporaneidad, accidentes de coche, sillas eléctricas, disparos, consumo de drogas. En 1969, tras el atentado que sufrió cuando se dirigía a la Factoría, mostró las horrendas cicatrices del pecho al objetivo de Richard Avedon. Warhol es un muerto que vive para hablar de la muerte. Y en cierto modo también Joseph Beuys, cuando en abril de 1980 dice que espera no convertirse en inmortal, porque ya lo es. Su cámara de plomo ubicada en Caixafòrum es un tremendo espacio de dolor, vacío, con una helada luz zenital y, junto al foco, dos círculos de plata (plata fría, plomo tibio) que miden lo mismo que el cráneo de un bebé, el pequeño, y el de un adulto, el grande. Para llegar hasta ahora mismo (2005), cuando Damien Hirst esculpe su Calavera de diamantes que es lo que su nombre indica y que cuesta unos 100 millones de dólares.
Pero todo eso es más o menos explícito. Menos se ha tratado el tema de la muerte en la abstracción. Kasimir Malevich tiene su serie de cuadrados negros sobre fondo blanco que expresan la muerte a la manera suprematista: no hay que olvidar que era ocultista. Vea la fotografía del artista en el lecho de muerte. Encima de la cabecera, su autorretrato. A la izquierda, el féretro, preparado. Sobre la tapa del féretro, pintados el cuadrado y el círculo, la tierra y el cielo. También la Venecia de Lucio Fontana, representada por sucesivos cortes de la tela, es la ciudad muerta. En los años 1946-47 Antoni Tàpies realiza su serie de collages de cruces y emplea la página de las necrológicas de La Vanguardia. Años más tarde realiza en la Pompeu Fabra su capilla, como antes había hecho la suya Mark Rothko en la Universidad de Houston. El vacío es una de las referencias de la muerte. Las jaulas vacías de Pepe Espaliú. O los murales de Keith Haring y el tema del sida. Pero la posmodernindad no se toma en serio la muerte como materia de reflexión.
Lourdes Cirlot despide al visitante. Colgada de la pared una espada del siglo XV de la colección de su padre. Cójala, anima. Es una espada de combate, pesada, con ella se podía llegar a abrir por la mitad un casco y lo que había debajo. Sobre el filo se descubre la marca del herrero: el trébol y la cruz enlazados. La vida y la muerte, siempre enlazadas.
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