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Reportaje:TEATRO

El circo a caballo

Javier Vallejo

Ô Cirque es un circo ecuestre, como el primero de la era moderna, erigido por Philip Astley, ex militar inglés que en tiempos de paz decidió seguir sacando jugo a sus cabalgadas. Sus directores son Gilles Audejean, domador menudo y recio, con el cuerpo cincelado por el contacto con los caballos, y Christophe Sigognault, payaso y theatermacher. Esa Ô oronda y encopetada que abre el nombre de su compañía es la transcripción fonética del artículo francés "au" (al): indica dirección, simboliza la pista y alude también al carácter ecuestre de sus espectáculos: el caballo determinó la geometría del circo. La arena es circular para regular el trote y facilitar la cabalgada de pie y las acrobacias. Si Astley hubiera sido payaso o mago, habría preferido un escenario frontal. El circo le debe al caballo su razón de ser. Ô Cirque, pues, vuelve a las raíces.

Le vent était de la triche (El viento era la trampa), título con el que debuta en Madrid, es un espectáculo íntimo, de formato pequeño. En la versión original, la compañía cocina un guiso, y lo sirve en mesas montadas sobre la pista. Por diez euros más, los espectadores franceses zampan en bancos corridos mientras los artistas, ahora en función de camareros, les sirven y lo condimentan todo con música en vivo, acrobacias, alguna payasada bien entendida y el atlético número de Tarzana Foures-Venissac en la cuerda vertical. El ambiente, denso, arcaico y confraternal, es similar, por poner un espectáculo conocido en España, al de La Barraca, cantina musical, de Igor Dromesko y compañía. Luego, la vajilla y las mesas vuelan, el público sube a las gradas y comienza el cabaré ecuestre.

El Circo Price ha ahormado Le vent était de la triche a un formato que no es el suyo. Lo ha hecho más formal. En lugar del menú casero que cocina la compañía, se sirve uno de un restaurador afamado, a mayor precio, en mesas dispuestas alrededor de la arena. Así, Julián Lifszyc, el cantante, que debería tener a los comensales encima, ha de hacer un sobreesfuerzo para conectar desde el otro extremo. En la carpa original hay 300 localidades en un graderío desjerarquizado, volcado sobre la pista. En el circo madrileño, 1200, en tribuna. Demasiadas. El cabaré exige proximidad.

Todos los handicaps se desvanecen cuando Gilles Audejean aúpa a Florence Rouger a lomos de Jimmy, un percherón blanco poderoso y bello, sobre el que la coreógrafa de rasgos orientales baila arrodillada, se pone en pie, salta delicadamente... Este número, con la montura desnuda, sin cabezada ni freno, es veloz, limpio y diestro: un poema casi perfecto. Mi otro favorito, y el del director, que le ha reservado el honor del cierre, lo protagonizan cuatro purasangres árabes sin guarnición. Son un vendaval de copos de nieve lamiendo la arena. Me encantó también Sofia Tsola, la trapecista sin red. Entre medias, hay una decena de números. Seguro que con el público más encima ganan en intensidad. Cuando los circos de ladrillo albergan circos itinerantes pequeños, deben acomodarse en lo posible a ellos, empequeñecerse cuanto haga falta, y abrirse al público más popular. En octubre, el Price trae al Tsigane, un circo gitano cuya calidad es inversamente proporcional a su minúscula carpa. Ojalá lo muestre tal cual es: en formato salón de estar.

Le vent était de la triche. Madrid. Circo Price. Hasta el 29 de julio.

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Sobre la firma

Javier Vallejo
Crítico teatral de EL PAÍS. Escribió sobre artes escénicas en Tentaciones y EP3. Antes fue redactor de 'El Independiente' y 'El Público', donde ejerció la crítica teatral. Es licenciado en Psicología, en Interpretación por la RESAD y premio Paco Rabal de Periodismo Cultural. Ha comisariado para La Casa Encendida el ciclo ‘Mujeres a Pie de Guerra’.

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