Simplicidad
No es únicamente un problema de la izquierda europea; que lo es. La desoladora escasez de ideas originales y de pensadores con enjundia en el panorama político mundial, en medio de una incertidumbre cada vez más generalizada, es un rasgo distintivo de toda una generación atrapada entre los albores de la globalización y los inicios del calentamiento global y el cambio climático.
No es culpa de nadie en particular. En un mundo aplanado por Internet, las comunicaciones ilimitadas y los holdings mediáticos, amenazado por la deslocalización y el teletrabajo, atravesado por migraciones masivas, perplejo ante el deterioro medioambiental, indefenso ante un terrorismo suicida a escala planetaria, y, en fin, escasamente dispuesto a retroceder en sus niveles de vida, es muy difícil encontrar respuestas eficaces que atenúen la ansiedad colectiva latente, al tiempo que soluciones efectivas a problemas de complejidad desconocida hasta el momento.
Por eso, mientras estas llegan, es lógico que la gente se aferre cada vez más a la ilusión de lo simple. Ha pasado en otros momentos históricos y la estrategia fue siempre la misma. Se fija un enemigo común a quien se atribuyen todos los males de nuestra existencia, se moviliza la población en torno al objetivo elegido, y voilá, se le hace creer que, una vez desaparecido aquél, las cosas volverán a la normalidad. Da igual que se trate del Imperio Austrohúngaro, el capitalismo, los judíos, Sadam Hussein, la masonería, el comunismo, o los catalanes. Cualquier cosa sirve para salir del paso. Lo importante es instalar en la mente de la población que existen respuestas simples a problemas extremadamente complejos. Y sobre todo, que alguien, ahí fuera, tiene la culpa de todo.
Naturalmente, para tener éxito en esta estrategia se necesita dejar a un lado determinados escrúpulos cívicos o morales escasamente utilitarios que acaban jugando como frenos en el proceso. Y ahí es donde la derecha española actual triunfa frente a una izquierda socialdemócrata que fue siempre excesivamente autocrítica, amante de lo racional, y predispuesta al análisis exhaustivo, e interminable, de la realidad antes de proponer sus propias recetas; tan relativas y matizadas por otra parte, que al final nadie las entiende. A estas alturas, ya debería estar claro para todos que cualquier cosa que requiera demasiada explicación no suele funcionar en política electoral. Y también que, de vez en cuando, no está mal apelar a la inteligencia emocional, y dejarse de tanta lógica cartesiana. Como hacen por cierto, de manera un tanto perversa, pero eficaz, sus opositores políticos.
No debe ser tan complicado. Mientras diversos intelectuales orgánicos intentan todavía explicarse, sin mucho éxito, qué es lo que ha pasado en las últimas elecciones en los territorios baluartes del PP, ese gran filósofo de lo cotidiano que es el Roto publicó una viñeta en EL PAÍS en la que un trabajador con casco, frente a una obra en construcción, exclamaba: "¡Cómo voy a saber yo que soy un proletario si vengo en coche a trabajar, hablo por el móvil y tengo un chalecito!". Más poder explicativo en una sola frase no cabe. Deberían recurrir a él más a menudo.
El problema de la izquierda socialista en España (de la otra no quiero ni hablar porque se quedó en la primera crisis del petróleo) es que necesita saber con urgencia qué es lo que se está moviendo en el fondo de la sociedad a un ritmo mucho más rápido de lo que, al parecer, le permiten su burocracia partidaria y sus congresos. Pero también necesita recuperar la capacidad de trasladar propuestas renovadas, libres de prejuicios, creíbles y comprensibles para todo el mundo; y, sobre todo, sintéticas, por favor.
Si esto no se hace pronto, la derecha ibérica, maestra en el arte de la propaganda y la demagogia, peticionaria obsesiva de actas etarras, coaligada con la jerarquía eclesiástica más reaccionaria de la Historia de España, y portadora de soluciones, tan milagrosas como falsas, contra el terrorismo, la inmigración, la inseguridad, el relativismo moral y la desvertebración patria, acabará por construir definitivamente su propio enemigo exterior (Zapatero es el candidato perfecto) y puede acabar triunfando en la mente de unos ciudadanos inquietos ante un futuro cada vez más incierto y confuso.
No es que sean conservadores. Es que ahora, por fin, tienen algo que conservar.
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