Fiesta en Londres
Más de un millón de personas aplauden en el centro de la capital británica el triunfo del suizo Cancellara en el prólogo
Sigamos disfrutando de la inocencia. Atención, pregunta: ¿qué recompensa espera un campeón que le ofrezcan nada más cruzar la línea de meta tras poco más de nueve minutos con el corazón a 190 por minuto, la boca seca, la saliva, una masa densa que se niega a separarse de la lengua? Exacto: una Fanta de naranja.
"¿Y no tienes Fanta?", fueron las primeras palabras de Vladimir Karpets tras terminar el prólogo de Londres, el corazón aún agitado -ríanse de la frialdad de los gigantes rusos de San Petersburgo- después de atravesar Hyde Park convertido en pasillo humano. El reproche se lo dirigió a su masajista, El Guaje, que lo esperaba con una variada panoplia de refrescos. Pero no con una Fanta. Sólo después de dar con su bebida favorita en un tenderete de la meta quiso Karpets hablar de su jornada de trabajo. En aquellos momentos, las cuatro de la tarde, cuando faltaba más de medio pelotón por tomar la salida, el suyo era el mejor tiempo, lo cual tampoco le decía mucho al lacónico rubio. "Es que menuda tortura. No me gusta nada calentarme en el rodillo. Prefiero coger la bicicleta y darme un paseo de una hora", explicó para mostrar su malestar -claro que calculaba que, como mucho, acabaría entre los diez primeros; nunca pensó que ganaría y no se equivocó: terminó sexto- el corredor del Caisse d'Épargne. "Pero, claro, aquí, ¿cómo me voy a perder en bicicleta?".
Pereiro: "A ver si se enteran de que soy uno de los favoritos. Como las listas son tan largas..."
"Aquí" era, claro, Londres, el mismo Londres que hace dos años justos era la capital mundial del dolor y el miedo, la ciudad que hace una semana era la capital del temor al terror y que ayer, calles cortadas al tráfico en el centro como hace dos años, metros abarrotados, sirenas en las calles, era una fiesta. La fiesta del Tour. Un millón de personas, inocentes, ingenuos, hipócritas, escépticos o desencantados, tomaron las calles para disfrutar del color, del sudor, del espectáculo de una carrera ciclista. Terminado el prólogo, apenas ocho kilómetros por las calles más famosas -las más fotografiadas, las aceras de Buckingham, las del Big Ben, el Parlamento y el puente del Serpentine, el lago de Hyde Park donde se baña en invierno Vikram Seth-, los ciudadanos abrieron las tarteras en la hierba y empezaron a disfrutar de su picnic, ajenos casi a que el ganador fuera un fenómeno suizo, todo músculos; un motor de moto, por lo menos, escondido entre los muslos, llamado Fabian Cancellara, o a que Alejandro Valverde -¿quién es Valverde?, ¿dónde está Murcia?- saliera por fin en un Tour que muchos apostaban, y deseaban, que no correría ni jarto de Jumilla. Y también perfectamente indiferentes al hecho de que los dos británicos, un escocés, un londinense, que reclamaban para sí la encarnación de la inocencia perdida, no ganaran finalmente. David Millar, quien buscaba la redención pública después de haber cumplido privadamente dos años de sanción por dopaje, acabó el 12º y Bradley Wiggins, que nunca se olvida de declarar que no toma nada prohibido, terminó el cuarto. Pero, claro, estos detalles son justamente los que interesaban a los aficionados al ciclismo, que alguno habría: es el Tour de la inocencia, vale, pero siguen ganado los que ganaban. Cancellara, el especialista, el suizo que se comía las motos en las curvas y que acabó esprintando, en una lucha insensata contra sí mismo -corrió a 53,700 kilómetros por hora, la tercera media más elevada de la historia, y aventajó en 13 segundos al segundo, el alemán Andreas Klöden, otro portento-, quizás para parar el cronómetro en un número redondo: 8m 50s.
Antes de salir, Valverde declaró que lo importante era no caerse; al terminar, que lo importante era salir. No se cayó; salió, feliz, por tanto, pese a terminar 33º, en 9m 33s, casi el peor de entre los favoritos -sólo acabó más atrás Carlos Sastre, 91º, 9m 46s, el escalador a quien tan mal le iba un recorrido de hombres potentes, cuádriceps inmensos y gemelos reventones-, una lista de corredores que acabó, más o menos, exceptuando al extraordinario Klöden -más leña para la historia del T-Mobile, sus sombras, para las nuevas leyendas negras del Astaná-, agrupada en el ámbito de los 9m 20s: desde Karpets y sus 9m 16s, hasta Menchov y Leipheimer, 9m 30s, con entre medias Vinokúrov, Dekker, Evans, Contador... Y, también, Pereiro.
A Karpets le satisfizo una Fanta; a Cancellara, aparte del maillot amarillo, le habría gustado recibir las maletas que le perdieron hace cuatro días en Heathrow, y Pereiro, el gallego que sale con el primer dorsal, el 11 -"dos veces el uno", ironiza-, también reclamó un premio especial por sus buenas prestaciones. "Así", dijo el segundo, casi el primero, del Tour 2006, "por lo menos, la prensa se entero de que me he preparado bien para el Tour y de que soy uno de los favoritos. Es que, con lo largas que son las listas de favoritos, muchos ni me metían".
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