London City
Ya está, esto ya ha comenzado y no tiene fin hasta París. El Tour, Dios salve al Tour, como decía ayer -no solo con ironía, sino con doble sentido- la prensa francesa haciendo un juego de palabras con la famosa expresión de la realeza inglesa.
Y yo en casa, una vez más... y ya voy perdiendo la cuenta. Y quizás esta vez con más pena que nunca, pues eso de comenzar en Londres era, al menos para mí, toda una pera en dulce.
Y es que desde la primera vez que vi el recorrido de este prólogo, el nombre de las calles, los cruces, el paso por los parques y por los símbolos de la ciudad, los recuerdos me empezaron a acudir en masa. Unos recuerdos en los que estaba yo, mi bicicleta y el indispensable A-Z, ese mapa de bolsillo al que tocaba recurrir cuando la orientación estaba perdida por completo.
Hace ya unos cuantos años recorría yo esas calles a diario. Vivía muy cerca de Hyde Park y a las mañanas me acercaba por allí a hacer footing cruzando el mismo puente que cruzaron ayer mis compañeros. Incluso de camino al trabajo, en pleno Picadilly Circus, hacía a veces la ruta por Constitution Hill pasando por el Arco de Wellington como hicieron también ayer.
A veces también, por esas mismas calles, coincidía con los mensajeros en bici. Todavía yo no era ciclista profesional, ni siquiera un proyecto, pero ya me había picado el gusanillo de la competición. Así que un día, aprovechando un semáforo en rojo, me puse en paralelo a uno de ellos y le lancé una mirada retadora. Aquello causó efecto porque fue ver la luz verde y ambos salimos lo más rápido que pudimos hasta que el siguiente semáforo volvió a igualar las posiciones. Yo le sonreí, había ganado el primer asalto, pero sabía que aquello no había hecho nada más que empezar. Comenzamos de nuevo la marcha y repetimos la misma escena durante varias manzanas. Y lo que empezó como un pequeño juego del gato y el ratón se convirtió en una carrera casi suicida cuando mi amigo decidió saltarse un semáforo en rojo para coger ventaja. Yo se la concedí y vi como se alejaba hasta perderlo de vista, por lo que di la carrera por terminada. Pero mi sorpresa fue que me lo encontré más adelante parado con un par de compañeros y haciéndome señas con los brazos. Había llegado a su check point, el lugar donde intercambiaba la mercancía con sus compañeros. Les estaba contando emocionado lo que había pasado. Me abrazó cuando llegué y me dijo eufórico: "Tú eres rápido, muy rápido, así que ven conmigo, que tengo que presentarte al jefe porque te necesitamos".
Sí, es verdad que yo era rápido, pero no tanto como Cancellara. Claro que él no tenía que llevar como yo un silbato colgando para asustar a tantos y tantos turistas que cruzaban la calle mirando para el lado equivocado. Así, cualquiera.
En fin, ya lo siento, que hoy he hablado demasiado de mí y no estamos aquí para eso. Pero la culpa no ha sido mía: Londres tiene la culpa.
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