A contradiós
Galileo con un simple telescopio de veinte aumentos rompió la cárcel de cristal que nos tenía prisioneros en el centro del universo y al abrir las fronteras a otras galaxias sentó también las bases del pensamiento moderno. Más tarde llegó Newton con aquel asunto de la manzana para demostrar que las cosas caen por su propio peso y con la ley de la gravitación universal contribuyó a afianzar nuestra presencia en el cosmos. Después fue Darwin y su teoría de la evolución de las especies quien se cargó de un plumazo la metáfora bíblica de Adán y su costilla. Parece que la Ciencia desde sus orígenes no hubiera hecho otra cosa que llevarle la contraria a la Iglesia. Menos mal que hasta en los momentos más difíciles la Conferencia Episcopal ha conservado una claridad de juicio digna de Pedro Botero y ha velado por nuestra salvación eterna. Pero lo más encomiable de la casta arzobispal a lo largo de la Historia no es sólo su cruzada contra la soberbia del intelecto, sino su pasión por la justicia y la piedad. ¿Cómo olvidar la carta de los obispos españoles con motivo de la Guerra Civil? Su apadrinamiento de los sublevados como cruzados de la causa contra los demonios laicos de la República, aquellos "días luminosos" de la paz de Franco, su bendición a las ejecuciones de los enemigos de Dios y de España, que hoy están enterrados en las cunetas o en fosas comunes mientras los suyos reposan bajo mármol y son beatificados. Cómo olvidar también su apuesta por los valores incuestionables del ser humano: el apoyo del Vaticano a Hitler, la ayuda institucional a Pinochet y a otros ilustres demócratas de toda la vida. Dondequiera que ha habido un fascista defendiendo la verdad, ahí ha estado la Iglesia jugándose el tipo, ganándose, palmo a palmo, su cuota de mercado, aunque para ello tuviera que recurrir a hogueras, cilicios de crin, cinturones de castidad, y hostias en vinagre. Si esto no es coherencia y espíritu de entrega, que venga Dios y lo vea.
Y no se vayan a creer ustedes que se trata sólo de una cuestión de finanzas o de poder. Ni la generosa dotación económica ofrecida por el Gobierno, ni su envidiable posición, sufragada por el Estado, en el sistema educativo ha detenido la ira del monseñor Rouco. Ahora con la Educación para la Ciudadanía, la iglesia oficial se ha echado al monte contra una asignatura que tiene la desfachatez de basarse en la Constitución y en la Declaración Universal de Derechos Humanos. Algo absolutamente aberrante desde cualquier punto de vista que se mire. Una especie de anatema fundamentado sobre principios tan deleznables como el respeto a la diversidad, la lucha contra la pobreza, el rechazo al racismo o la igualdad entre hombres y mujeres. Hasta ahí podíamos llegar. Ya lo explicó monseñor Camino Martínez con más razón que un santo. "A nadie se le puede imponer una formación moral no elegida", por eso debe de ser que el nacionalcatolicismo fue durante tanto tiempo la doctrina del Estado. Visto desde esta perspectiva está claro que enseñar a los chavales a cruzar la calle cuando el semáforo de peatones se pone en verde es un claro desafío contra la ley divina.
Si Dios cayera del cielo sobre la coronilla del arzobispo García Gasco, saldría corriendo y no pararía hasta pedir asilo político en Andorra.
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