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DIETARIO VOLUBLE
Columna
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Sin embargo, no soy culpable

1Nos hemos convertido en sospechosos que debemos ser muy protegidos. Aquel famoso concepto del miedo a volar que pusiera en circulación Erica Jong ha sido sustituido por un pánico distinto: el terror a los aeropuertos. Los días en que debo volar se parecen cada vez más a aquellos de la infancia y la terrible escuela. Esas brutales filas de gente en el aeropuerto quitándose el cinturón, el reloj y los zapatos... "Eso no lo hacen porque tú seas culpable, sino porque eres inocente, eres inocente y culpable al mismo tiempo", comentaba el otro día, con acento kafkiano, el escritor Justo Navarro. Pasar por ese cada vez más bronco control de pasajeros se ha convertido -como todo el mundo sabe- en algo cada día más vejatorio. En ocasiones hasta percibimos sadismo en el funcionario que ordena el "fuera el reloj y el cinturón", pero no podemos ni rechistar y menos aún demostrar que nos están puteando con placer y notable impunidad.

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Siempre que paso el control de pasajeros y para no perder el control de los nervios, me acuerdo de El proceso, de Kafka: "Sin embargo, no soy culpable. Es un error. ¿Cómo puede ser siquiera culpable el ser humano? Todos somos aquí seres humanos, tanto unos como otros", dijo K. "Eso es cierto", dijo el sacerdote, "pero así suelen hablar los culpables".

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Pero el miedo a los aeropuertos comienza mucho antes de llegar al control policiaco; en realidad, empieza ya en el momento mismo en que nos despertamos y ponemos un pie en el suelo. Se ha agravado tanto la distancia entre Estado e individuo, entre singularidad y colectividad, que vivimos en una permanente situación de terror que, por si acaso aún fuera preciso, la televisión y todos los medios ligados al poder, cómplices perfectos de ese estado de pánico general, se encargan de recordárnoslo a todas horas. Por eso, despertarse en algún lugar de Occidente significa actualmente hacerlo en el centro mismo del círculo del terror. Si para colmo ese día tenemos que ir al aeropuerto, el asunto se agrava. Aunque parezca chocante, en los países árabes se puede vivir con más sosiego que en nuestros pueblos y ciudades, aunque eso no va a decirlo nunca la televisión, tan obligada como está a difundir sistemáticamente el pánico. Es más, sospecho que llegará un día en que tendremos tics aéreos y, por ejemplo, nunca nos quitaremos el cinturón en casa para ver la televisión: llevaremos una repugnante vida de avión en nuestros hogares. Y es que los embrutecidos aeropuertos de hoy sólo son un anuncio del pavoroso futuro que nos espera.

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Si vas en taxi al aeropuerto, corres el peligro de que el conductor te machaque con cualquier emisora de radio fascista de esas que te insultan personalmente. Algunos taxistas son el perfecto complemento de ese estado de terror. La facturación en el aeropuerto, por otra parte, te exige estar con una antelación tan grande que a veces más te habría valido ir a pasar la noche al propio aeropuerto, lo que me lleva a intuir que pronto las discotecas serán un nuevo negocio de las terminales aéreas. Al miedo a perder el avión por la lenta facturación -agravada siempre por algún cretino que no ha hecho los deberes antes de acudir al mostrador-, sucede el control policiaco y, una vez rebasado éste y tras habernos vuelto a vestir, suponiendo que no haya ninguna huelga de los famosos trabajadores de tierra o de los pilotos, llega el horror del embarque, que casi nunca significa el acceso directo al avión y que nos pone en manos de un conductor de autobús que no se acuerda del aire acondicionado y de paso juega a dar frenazos o bandazos para mortificar a los viajeros. Alcanzar el interior del avión ya no significa nada hoy en día, pues la autorización para el despegue puede tardar una infinidad en llegar, y a veces los aviones ni despegan y los pasajeros son devueltos a la puerta de embarque. Si finalmente volamos y alcanzamos nuestro destino, nos espera la más célebre de las torturas: la pérdida de las maletas. Y como guinda el taxista, que en la ciudad a la que has llegado espera que seas extranjero para cobrarte más.

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Cuando veo el barullo y todas esas brutales filas de gente esperando en los aeropuertos, inevitablemente pienso en Louis Ferdinand Céline: "Oleadas incesantes de seres inútiles vienen desde el fondo de los tiempos a morir sin cesar ante nosotros y, sin embargo, seguimos ahí, esperando lo que sea..."

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No hace mucho, me dieron un susto importante porque acababa de llegar de Lyon y, al abrir en casa una carta procedente de algún lugar de Francia, me encontré con un documento rosado que parecía un carnet de conducir antiguo y llevaba una foto mía severamente grapada en él. Por un momento, pensé que había cometido en Lyon algún delito o infracción grave y que la vida se me acababa de complicar más de lo previsto. Pero miré bien. Se trataba de un carnet donde se me comunicaba que en aplicación de los principios y leyes unilaterales en vigor, la comisión de control de la sección de Talmont Saint-Hilaire -no sé quiénes son, ni quiero saberlo-, reunida en sesión plenaria del 22 de mayo de 2007, había decidido considerarme digno del título de Refractario al embrutecimiento general, en vista de lo cual se me otorgaba el certificado número 1005, con el fin de que éste me sirviera para todos los fines útiles.

Venía timbrado el documento con un "sello no fiscal" que destacaba claramente su no oficialidad, y ni qué decir tiene que de inmediato le encontré un lugar junto a mi pasaporte y fue grande la satisfacción que sentí al saber que había yo pasado a pertenecer a la orden de los Refractarios de Talmont-Saint Hilaire. Me dije que aquel documento podía servirme para algo o para nada, lo mismo daba, al igual que tampoco importaba saber quién me lo enviaba. Y es que, a fin de cuentas, no pensaba ni pienso mostrarlo en los embrutecidos aeropuertos.

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