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Crónica:PREMIO LÁZARO CARRETER
Crónica
Texto informativo con interpretación

Lledó y la amistad

Juan Cruz

Emilio Lledó, que a punto de cumplir 80 años ayer ganó el Premio Lázaro Carreter de la Fundación Germán Sánchez, lleva años convenciendo a la gente, y en primer lugar a sus alumnos, de que la amistad es una de las ciencias exactas. No es tan sólo un sentimiento, la filia, es una obligación y es también una interpretación de la vida.

En medio de centenares de libros -Platón es el líder que le marca la pauta-, el filósofo que nació en Sevilla, se hizo en Madrid y en Alemania, se estrenó como profesor en Valladolid y se sumió en la cátedra universitaria en La Laguna, no se ocupa sólo de estudiar o de hacer estudiar, sino que asiste con pasión, y a veces con rabia, a la deconstrucción de la cultura española. Los museos, las bibliotecas, la educación: es un trasunto de aquel Ferrer i Guardia que proclamó, ante el pelotón de fusilamiento: "¡Vivan las escuelas laicas!".

Hijo de una generación que vio cómo la miseria y la guerra deterioraban la libertad de aprender y de enseñar bajo una dictadura que le repugnó siempre, Lledó se fue a Alemania (como decía Blas de Otero) para orientarse un poco; tuvo allí los mejores maestros, y de ellos aprendió a enseñar, a amar las bibliotecas y a no perder el tiempo. Cuando volvió a España, se negó a enseñar según los viejos cánones, convirtió su cátedra de Historia de la Filosofía (en Tenerife, Barcelona y Madrid) en una especie de foro público en el que alternaba las esencias de Fichte o de Aristóteles con las novedades del teatro o de la política, y pasó de ser tan sólo un profesor (con ser esto muchísimo) a ser un ciudadano. Enrabietado, feroz contra el lugar común.

Su paso por Tenerife, cuando aún no tenía 40 años, fue un terremoto en la Universidad de La Laguna; de allí le viene a Lledó el apelativo de "flautista de Hamelín", porque hizo, como el músico, que se fueran con él numerosos estudiantes, que peregrinan para escucharle. De esos tiempos son algunos de sus aforismos más famosos, aquellos que usa para alertar contra la intolerancia y la desidia educativa, que son, para él, caras de la misma moneda. Muchos alumnos le recuerdan ante el encerado, alternando lo que sabe con lo que duda de lo que sabe, y diciendo: "Dentro de todo sí hay un pequeño no y dentro de todo no hay un pequeño sí".

Como profesor su trayectoria ha sido impagable; la mezquindad nacional, sin embargo, le buscó una celada, y así le impidieron cumplir la última parte de su trayectoria impecable en la Universidad Complutense de Madrid, cuya cátedra le tapiaron para que no pudiera acceder. Con entusiasmo (esa es su palabra: el entusiasmo, el estar en Dios, en el dios laico que le anima, el dios del saber) asumió la cátedra en la Universidad Nacional de Educación a Distancia, y allí se jubiló (pero no de júbilo), esa estancia que para la gente de su capacidad y de su energía parece más bien un purgatorio que un limbo. ¿Y un purgatorio de qué?

La Academia, a la que pertenece, le ha servido de punto de apoyo para una de sus obsesiones, el lenguaje, al que ha dedicado horas y horas, buscando como un entomólogo en los intersticios del silencio de la escritura; en los últimos tiempos siempre dice que quiere acabar con los compromisos, que se tiene que dedicar a su enorme libro sobre la amistad, la filia. Y muchas veces por amistad, que es un sentimiento que desprende como don natural, rompe ese tiempo que se quiere dedicar, para dar conferencias, para hablar, para animar a sus alumnos como la primera vez que se subió a un estrado.

Le ves pensar, siempre, como si pensar y decir fueran parte de su cuerpo. Este premio que ha obtenido, que tiene el nombre de uno de los hombres que él quiso, no juzga sólo una trayectoria, sino una manera de ser.

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