De Brasil a Entrevías
El viaje de Benedicto XVI a Brasil y la parroquia de Entrevías revelan, según el autor, dos conceptos enfrentados de una misma religión.
La reciente visita de Benedicto XVI a Brasil, primer país de la Catolicidad en número de fieles, se saldó con unos resultados mediáticos anodinos, tristemente salvados por la torpe referencia papal a la obra evangelizadora de los conquistadores. En otro de los bastiones católicos, España, el desencuentro de la Iglesia oficial con las comunidades populares está marcado por una aguda confrontación. En ambos países aumenta el número de desafectos que se convierten a otros credos. ¿Por qué ese desajuste entre lo que la Iglesia ofrece y la demanda real de estos pueblos tradicionalmente católicos?
¿Qué espera de las religiones un país tan desigualmente vertebrado como Brasil, con una población de casi 200 millones de habitantes (un 10% de cuyos adultos son analfabetos) y una renta per cápita de más de 6.000 dólares anuales en términos nominales y 9.500 en valores de paridad de poder adquisitivo (cifras del FMI), en cuyo seno malviven 40 millones de indigentes (con una tasa de mortalidad infantil del 80 por mil), la mitad de los cuales se hacinan en favelas carentes de "acceso sostenible" (en la jerga del PNUD) al agua potable o a una red de saneamiento?
La cadena lógica escatología-dogma-iglesia se presenta radicalmente invertida en el caso del catolicismo
La praxis de Entrevías sugiere, al revés, que sólo siendo rojo se es verdaderamente cristiano
Desde luego, no frases retóricas sobre la pobreza sino un compromiso efectivo para su erradicación, lo que significa justicia y cambio. Fue Ratzinger el perseguidor implacable del intento doctrinal y pastoral probablemente más serio en todo el espectro religioso mundial para afrontar la suerte de los débiles: la teología de la liberación. Quien en 1985 fuera silenciado por la Congregación de la Doctrina de la Fe, Leonardo Boff, icono brasileño del movimiento, ha lamentado que los sin tierra, los sin techo, los indígenas, las prostitutas o los niños de la rua no escuchasen una sola palabra de aliento durante la visita papal. Al contrario, tuvieron que soportar el reproche por el uso de preservativos y la versión esperpéntica de una evangelización modélica, no exenta -ha reconocido Benedicto XVI- de algunos sufrimientos colaterales.
Y si la justicia no es abordable, al menos que no decaiga el espectáculo. Una de las superestrellas brasileñas del show business religioso es el sacerdote Marcelo Rossi: misas llenas de colorido y ritmo con gran audiencia en radio y televisión, cantautor prolífico ganador del Premio Grammy, celebraciones multitudinarias en Maracaná y Morumbí, espléndida página web, incursiones en el cine... Es la llamada iglesia carismática que compite en espectacularidad con otras iglesias y sectas, y que genera importantes resultados financieros dedicados a la beneficiencia local, insuficientemente asistida por la caridad religiosa internacional de origen católico, menos generosa que la protestante (la conspiración secreta norteamericana que lamentan algunos).
España es un país desarrollado que bordea la vigésima posición mundial tanto en renta per cápita (unos 30.000 dólares anuales, según el FMI) como en índice de desarrollo humano (PNUD). Sin embargo, un 3% de la población vive en situación de pobreza "severa" y otro 20% en condiciones de pobreza "moderada". Los marginados y los excluidos en grado diverso se cuentan, pues, en unidades de millón. Como en Brasil, pero en un tono menos lacerante, la injusticia se halla estructuralmente instalada en la sociedad, la apelación a la caridad produce irritación y el espectáculo está garantizado por un rico folclore religioso. ¿Qué espera, entonces, de la Iglesia?
Una religión es, ante todo, una promesa de salvación; segundo, esta promesa necesita sustentarse en un sistema de verdades reveladas; y tercero, se crea una organización que administra la promesa y custodia la verdad. En el caso del catolicismo, la cadena lógica escatología-dogma-iglesia se presenta radicalmente invertida. Lo primero es la Iglesia, una de las maquinarias más fantásticas de poder de la historia humana, denuncian los teólogos de la liberación, fuera de la cual no hay verdad ni salvación. Y la "comunión en la fe", a la que invita Monseñor Blázquez y conmina el cardenal Rouco, es el sinónimo edulcorado de disciplina y obediencia, los vocablos más ásperos habitualmente empleados por el poder.
Desde un magisterio infalible, esta Iglesia enseña verdades absolutas, que compiten en certidumbre con las conquistas penosamente alcanzadas por la inteligencia humana en el campo de la ciencia y la filosofía. Su temprana obsesión por la ortodoxia, el empacho de helenismo y una osadía intelectual propia de iluminados le impulsaron a configurar un complejo sistema filosófico-teológico, con una perversa y explosiva combinación de metafísica y religión (Vattimo), en la que todavía se halla atrapada. Otras religiones, dotadas de un sencillo compendio de enunciados salvíficos y morales, no han tenido que verse en el vergonzoso trance de rectificar "verdades infalibles", abandonando, uno tras otro, los múltiples charcos científicos y filosóficos en los que gustosamente había chapoteado.
Como recuerda Marina en su último libro ¿Por qué soy cristiano?, la Iglesia de la ortodoxia, la doctrina, la seguridad y la autoridad (que etiqueta como la interpretación gnóstica de la experiencia cristiana) se ha impuesto a lo largo de la historia a la Iglesia de la interpretación moral, o sea, de la ortopraxis, el bien, la libertad y el espíritu profético. Y en el pecado ha llevado la penitencia, ya que el afán especulativo de los teólogos -según opinión extendida, y que Savater recoge en su reciente Vida eterna- ha conducido irremediablemente al ateismo.
La comunidad parroquial de San Carlos Borromeo, del barrio madrileño de Entrevías, aspira no a exhibir verdades teológicas irrefutables sino a trabajar en pro de la instauración del reino que predicó Jesús, convocando a la tarea a pobres, hambrientos, perseguidos, pacíficos, misericordiosos y limpios de corazón; se propone transformar los corazones y las estructuras de un mundo depravado, a fin de alcanzar "aquí en la tierra" un reino de justicia preludio del reino celestial. Tal oferta profundamente ética carece, a los ojos del oficialismo vaticanista, de la dimensión escatológica específicamente cristiana, ya que Cristo no habría venido a este mundo para liberarnos de la injusticia humana y sus secuelas, sino para salvarnos de nuestra miserable condición de mortales.
En la tensión entre ambas concepciones, la que apuesta por la liberación "aquí y ahora" y la que enfatiza la esperanza en otra vida sin miseria ni pecado, la práctica religiosa mayoritaria de los cristianos del bienestar está enfocada a lograr el salvoconducto al paraíso prometido a un precio intelectual y moral moderado. Sin embargo, dentro de las minorías hay quienes visualizan el mensaje cristiano como una gran fuerza liberadora capaz de redimir a los pobres y excluidos de este mundo. Decía recientemente la concejala bilbaína de Ezker Batua Julia Madrazo que para ser rojo hay que ser cristiano. La praxis de Entrevías sugiere, al revés, que sólo siendo rojo se es verdaderamente cristiano.
Sea como fuere, lo cierto es que en las sociedades políticamente des-radicalizadas y religiosamente des-creídas de hoy, no quedan más rojos dignos de tal nombre que esos curas y fieles "comprometidos" con los que Benedicto XVI y su teología difícilmente podrán empatizar.
Pedro Larrea es licenciado en Derecho y Ciencias Económicas.
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