Nadie hará callar a Malalai Joya
La diputada afgana vive bajo amenaza de muerte por su denuncia de la opresión de la mujer
Cuatro intentos de asesinato, amenazas de muerte, insultos frecuentes -el más repetido, "puta"- y agresiones físicas desde los escaños del Parlamento en el que ejerce como diputada desde 2005 no han conseguido intimidar a Malalai Joya. La representante más joven (y valiente) del Congreso afgano no calla cuando se trata de denunciar la corrupción y la violencia que sufren las mujeres de Afganistán. "La legislatura afgana es peor que un establo; la mayoría de los parlamentarios son responsables de la muerte de miles de personas y de malos tratos a las mujeres", proclama esta incansable activista de 29 años mientras camina por Nueva York, donde participa en la presentación de un documental sobre abusos a mujeres en Afganistán. Joya anda en traje occidental, sin velo, con su cuerpo menudo y su desgarradora honestidad, quizá demasiado impertinente para Estados Unidos, país al que acusa de hacer la vista gorda ante los despropósitos del Gobierno de Hamid Karzai, "un rehén en manos de antiguos criminales de guerra".
"La gente se hace terrorista porque es analfabeta y se pueden manipular sus emociones"
"Cada vez hay más mujeres que se inmolan antes que ir a parar a traficantes o 'muyahidin"
"El delito del que se me acusa es criticar a otros miembros del Parlamento. ¿Dónde está la libertad de expresión? Yo sólo he dicho la verdad. El 70% de los diputados son señores de la guerra, traficantes de droga e incluso talibanes a los que la gente votó bajo amenazas o mediante compra de votos", denuncia. La organización Human Rights Watch ha corroborado en diversos informes la presencia en el Parlamento de criminales como Abdul Sayyaff, Hahi Mohammed Mohaqiq, Abdul Dostum..., pero Karzai y la comunidad internacional no han hecho nada.
"En Afganistán no hay una democracia, es una farsa. Mientras en el Parlamento haya representantes de la Alianza del Norte, aliados de Estados Unidos en la guerra contra el terrorismo, pero completamente antidemócratas, en Afganistán no habrá derechos para las mujeres. Son violentos y elementales, peores que los talibanes, igual de extremistas, completamente misóginos, y les da miedo el secularismo porque con él no podrían cometer crímenes contra nosotras en nombre del islam. Son ellos quienes controlan la mayor parte del país", denuncia vehemente una mujer que fue elegida por abrumadora mayoría como diputada por la provincia de Farah en las primeras elecciones abiertas a las mujeres en 35 años.
Y son precisamente ellas quienes lo están pasando peor desde que se instauró, con los auspicios de Europa y Estados Unidos, la supuesta democracia. "Los señores de la guerra obligan a las madres a entregar a sus hijas, las violan, las secuestran. La violencia contra nosotras es constante. Cada vez hay más mujeres que se queman vivas antes que ir a parar a manos de narcotraficantes o muyahidin. En todos los hospitales hay alguna. Y todo esto ocurre ante los ojos de las tropas estadounidenses. Acaban de asesinar a dos mujeres periodistas mientras un ex portavoz talibán, Rahmatullah Hashemi, estudia en la Universidad de Yale", explica Joya en un inglés aprendido de forma autodidacta.
Nació cuatro días después de que la Unión Soviética invadiera su país. Observó las guerras fratricidas afganas desde la cercana y dolorosa distancia de campos de refugiados en Pakistán e Irán. Fue a la escuela, pero nunca a la universidad; aprendió sobre derechos humanos, justicia y libertad "hablando y escuchando a la gente, a mi pueblo y a los occidentales". De la desesperación nació su actividad política, un huracán centrado en la defensa de las mujeres que la está llevando de una a otra parte del mundo buscando apoyo internacional. En su propio país tiene que dormir cada noche en una casa diferente, alejada de su marido, al que no ve desde hace casi un año por seguridad.
Lleva esquivando la muerte desde los 24 años, cuando sus enemigos políticos le amenazaron por primera vez, tras un discurso que dio la vuelta al mundo en 2003. La que aún era una desconocida se presentó ante la Gran Asamblea -la Loya Jirga, un organismo milenario donde las tribus afganas tomaban decisiones antes de la creación del régimen parlamentario- y metió el dedo en la llaga: denunció la presencia en esa institución de criminales de guerra; exigió que se les procesara en tribunales internacionales, que se les prohibiera presentarse a las elecciones y que se les expulsara de la Asamblea por delitos cometidos durante las guerras pasadas. En su lugar, ella fue la expulsada en 2003 de la Loya Jirga. Igual que ahora del Parlamento.
Paradójicamente, la misma burka contra la que siempre ha luchado se ha convertido en el único pasaporte posible para pisar las calles de su país sin excesivo temor. "Lo que más me preocupa es que, si me pasa algo, las mujeres y las personas por las que lucho perderán la esperanza. Pueden matarme, pero no callar mi voz ni esconder la verdad", afirma la misma persona que ha recibido decenas de muestras de apoyo a través de manifestaciones en su país, que claman por su vuelta al Parlamento. Agradecida por el respaldo internacional que ha encontrado para sí misma, está decepcionada con la política hacia su país. "El mayor problema que tiene Afganistán es la falta de seguridad. Intentan matar talibanes y también mueren civiles. Y cada vez hay más atentados. Si Estados Unidos quiere acabar con el terrorismo tiene que presionar al Gobierno de Karzai para que cambie las leyes y eche del Parlamento a los terroristas que cometen crímenes contra su propio pueblo. Además, hay que invertir en educación. La gente se hace terrorista porque es analfabeta y se pueden manipular sus emociones con facilidad".
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