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Columna
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Muros de silencio

Las sociedades ricas -u opulentas que diría el economista John Kenneth Galbraith- son más exigentes. A medida que se avanza en el desarrollo socioeconómico, los ciudadanos tienden a valorar en mayor grado aspectos de importancia menor cuando la preocupación fundamental es comer todos los días. Es verdad que en una primera fase de industrialización los niveles de contaminación suelen remontar. Pero tarde o temprano, las sociedades integran el respeto al medioambiente en sus preferencias y políticas públicas.

Tampoco en esto Galicia es una excepción. Hoy reivindicamos la erradicación de los vertidos a las rías, nos posicionamos mayoritariamente en contra de fábricas de celulosa próximas a núcleos urbanos, paralizamos piscifactorías que amenazan espacios protegidos, demolemos viviendas que violentan el bello litoral gallego y clamamos contra decrépitos buques monocasco que navegan sin control frente a nuestras costas. Hoy tenemos derechos políticos, recursos económicos y autogobierno. Podemos darnos el lujo e imitar a los otrora envidiados países nórdicos.

Por eso no entiendo muy bien la elección del emplazamiento de la nueva planta regasificadora de Mugardos. Es verdad que existen ejemplos en España de instalaciones similares cercanas a núcleos de población. Pero la mayoría de ellas se levantaron cuando la sociedad española era menos sensible a consideraciones medioambientales y al principio de precaución.

Con el agravante, en el caso del proyecto de Ferrolterra, de la dificultad objetiva de entrada y salida de los enormes navíos que alimentan la planta. Y sin olvidar la aparente irracionalidad de descartar como emplazamiento un puerto exterior de simultánea construcción con todas las ventajas y ninguno de los inconvenientes mayores. Un puerto exterior que precisamente tenía en el sector energético una referencia fundamental: carbón, gas e hidrocarburos. Sobre todo en el caso de que hubiese prosperado la posibilidad, propuesta hace ya algún tiempo por el profesor Albino Prada, de un poliducto submarino hasta la cercana refinería de A Coruña.

Siento una gran curiosidad por conocer el proceso de toma de decisiones públicas que dio alas a la ubicación actual de la planta. Mucho tuvo que ver la anterior Xunta de Galicia. Por eso creo que sería pertinente que nuestro Parlamento nos ayudara a aclarar acciones y responsabilidades. Mientras tanto, habrá que conformarse con la lectura del reciente libro editado por la asociación ferrolana Fucobuxán: Muros de silencio. Corrupción y amenaza en la ría de Ferrol. El caso Reganosa.

Dicho todo lo anterior, me da que hay que ponerse a trabajar en positivo. Es cierto que la Xunta actual heredó un proyecto en sus últimas fases de ejecución, sobre el que poco o nada podía decir. Pero me temo puede no ser suficiente apelar a la historia. Porque los ciudadanos de Ferrrolterra, los propietarios de viviendas en riesgo de demolición por incumplimientos legales, los empresarios de la acuicultura y la celulosa negativamente afectados por decisiones públicas o los responsables ministeriales y comunitarios a los que nos vamos a quejar para evitar otro Prestige, podrían llegar a pensar que el compromiso de los gallegos y la Xunta con los argumentos de sostenibilidad ambiental y de prevención de riesgos colectivos es relativo, voluble y, en última instancia, discriminatorio.

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Por eso creo que debería empezar a estimarse el coste económico de trasladar la planta al puerto exterior de Ferrol. Y pensar en cómo pactar la transición con todos los agentes afectados. El caso de la fábrica de celulosa en Pontevedra es ya hoy un antecedente de unánime petición de reubicación. Es el turno del gobierno del cambio y de la transparencia.

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