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Turquía o el irreversible camino hacia la modernidad

Francisco Veiga

Lo sabe casi cualquier turco: cuando el primer ministro Recep Tayyip Erdogan decidió no presentarse como candidato a la presidencia (una apuesta muy elevada, muy incierta y que no podía permitirse perder), la cúpula de su partido acordó que los candidatos alternativos podrían ser dos: Vecni Gönül, ministro de Defensa, en buenas relaciones con el estamento castrense, o bien Nimet Çubukçu, una mujer, moderada ella misma dentro de un partido islamista moderado y que ni siquiera utiliza en público el polémico türban o pañoleta. El día 20 de abril llegaron señales de que los militares podrían estar conformes con cualquiera de ambas opciones. Y entonces, se produjo algo inesperado.

Bulet Arinç, el presidente del Parlamento, protagonizó una rebelión interna, apoyándose en la base más popular y radical del partido y postulándose él mismo como presidenciable. Ante esta presión, Erdogan aplicó una solución salomónica: ni Gönül, ni Çubukçu ni Arinç: su ministro de Asuntos Exteriores y brazo derecho, Abdullá Gül, sería el candidato.

La noticia sentó muy mal en el Estado Mayor del Ejército, y no sólo propició el denominado "e-golpe" del 27 de abril, sino que facilitó una alianza táctica entre los principales partidos de oposición, con la satisfecha aquiescencia del poder judicial. Todo ello se revistió con protestas populares que en Turquía tuvieron un gran impacto, dado que en el país el fenómeno resultaba muy novedoso: no existe una tradición de manifestaciones cívicas a gran escala (aunque sí sindicales y de izquierdas, en los años setenta). Eso implica que el gran público tampoco tiene en cuenta las modernas técnicas de movilización que pueden utilizar gobiernos y partidos, y que en este caso agruparon mucho público espontáneo, pero también a participantes menos casuales, traídos y llevados a las diversas capitales.

En cualquier caso, queda claro que Erdogan cometió un error al no llevar con mano más firme la cuestión de la candidatura presidencial. Los efectos del traspié han sido subsanados de diversas formas: en el Partido de la Justicia y el Desarrollo se han llevado a cabo las oportunas purgas de los elementos más radicales. La convocatoria anticipada de elecciones legislativas se hizo ágilmente y con las mínimas tensiones. Y la batalla para enmendar la Constitución e introducir la posibilidad de que el presidente sea escogido por sufragio universal parece ir por buen camino, a pesar de la oposición del presidente en funciones, Ahmet Necdet Sezer, que en estos años ha hecho lo que ha podido por obstaculizar no sólo esta iniciativa, sino otras reformas que pudieran no parecerle suficientemente "laicas".

Pero donde más se puede percibir que Erdogan es un político de altura es en la forma que está llevando, hasta ahora, las relaciones con el Ejército. Tras el error de abril -seguramente propiciado por la creencia de que Bruselas y Washington le iban a ser de más ayuda en este asunto- ha sabido trastear con el ejército como un verdadero De Gaulle: jugando en su terreno, manteniendo la autoridad e intentando desactivar las iniciativas más peligrosas. Por otra parte, unos y otros saben que las fuerzas armadas no tendrían apoyo internacional en caso de una intervención de fuerza en el Norte de Irak. Que además no sería de gran utilidad militar real, dado que en la actual situación política de esa zona, los guerrilleros del PKK podrían retirarse desde los montes de Qandil hacia el interior. De momento, Erdogan ha invitado al primer ministro iraquí Nuri al Maliki a viajar a Turquía para neutralizar la crisis, lo que podría tener efectos ciertamente positivos, porque además demuestra que Ankara sabe jugar sus cartas en la zona. Eso sí: los turcos están deviniendo más y más filorrusos (algo hasta cierto punto tradicional en situaciones de emergencia nacional) y eso po

dría tener efectos nefastos para la política americana en Irak, sobre todo si la simpatía se extiende conjuntamente a Irán, lo que además podría formar una peligrosa tenaza sobre el Kurdistán iraquí.

De todas formas, la situación turca es delicada. Por decirlo de alguna forma, el candidato a la UE se metió un gol en propia puerta con los sucesos de esta primavera. La imagen de inestabilidad política fue alarmante, y cobró tintes más oscuros a ojos de Bruselas ante la catastrófica entrada de Rumania en el club europeo debido a la crisis entre el presidente Basescu, el Gobierno y los partidos que integran la coalición y pueblan el Parlamento. La certidumbre de que Rumania entró antes de tiempo en la UE, los problemas que está creando Polonia, la llegada de Sarkozy a la presidencia francesa y el precario equilibrio de Oriente Próximo, propician la tendencia a ver y esperar cómo evoluciona la situación en Turquía. Pero ya se puede decir que 2007 ha sido un año prácticamente tirado por la borda en los esfuerzos del candidato turco.

Sin embargo, hay también elementos de optimismo. Ingrese Turquía o no en la UE, la legislatura del Partido de la Justicia y el Desarrollo ha creado un punto de inflexión muy positivo en la historia turca: es el final de una evolución que comenzó en 1950. Ha quedado demostrado que un Gobierno islamista moderado puede ser tan occidental o más que los que hasta ahora se postulaban como adalides de la modernidad en Turquía, esto es, la clase media laica que detenta todavía importantes cuotas de poder. Y eso es muy interesante, porque demuestra que se puede operar una evolución positiva en el sentido de una modernización total de Turquía.

Entendámonos: no hay "dos Turquías", no hay dos países. Hay dos clases medias, lo que es algo muy diferente y menos dramático. Una de ellas, más funcionarial y estatalista, la que denominados "laica"; la otra, de estilo más neoliberal y musulmán (no necesariamente "islamista"). Y no pueden autoexcluirse o eliminarse la una a la otra, eso sólo llevaría a la destrucción de Turquía, sin resultado alguno. Lo ideal sería que ambas clases medias tendieran a una cierta fusión para alcanzar ese estadio de modernidad propio de las potencias emergentes. En realidad están obligadas a entenderse y dirigir conjuntamente al país, es el inevitable camino hacia la modernidad y más en un país que está creciendo económicamente como lo hace Turquía. ¿Una armonización imposible? Ni mucho menos: recordemos, por ejemplo, que el presidente de la India, desde 2002, es el doctor Abdul Kalan, musulmán y padre científico del programa nuclear indio. El país que preside, de amplia mayoría hinduista, comparte un genocidio con el vecino Pakistán, país musulmán, y tres guerras. India, esa enorme democracia donde nunca ha habido un golpe de Estado militar, en cuyo Estado de Uttar la primer ministro es una mujer de la casta de los intocables, y que ya disputa con Japón el podio de la primacía económica.

¿No es ésta una referencia muy europea? Quizá no. Pero debería servir para recordar que tampoco lo es la actitud de mostrarse más laicistas que Bruselas: la UE ha estado apoyando al Gobierno de Erdogan y eso es un referente importante para recordar que nuestra evolucionada Europa actual reconoce la existencia de una moderna Turquía musulmana que existe y no va a esfumarse, por muchos conjuros sobre "agendas ocultas" que lancen los demagogos dentro y fuera del país.

Francisco Veiga es profesor de Historia Contemporánea de Europa Oriental y Turquía en la UAB y autor de El turco (2006).

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