Qué son veinticinco años
Los Rolling repiten en el Vicente Calderón el triunfo de 1982, su primer concierto en Madrid
Nada fue anoche como en 1982 a orillas del Manzanares, salvo los Rolling Stones. Por estos muchachos no pasan los años. Es más, mejoran con las décadas. Ellos y las circunstancias. La noche del 7 de julio de 1982, hace 25 años y 22 días, diluvió en Madrid a placer, después de una jornada de algo más de 40 grados al sol y otros tantos a la sombra. Anoche corría, casi, un aire de agosto santanderino. Quién habla de cambio climático. El sol de justicia del 82 arreció, además, sobre un estadio, el Vicente Calderón, inmisericorde con los asistentes: con asientos corridos, de puro cemento armado (ahora hay sillas azules, cutres pero cómodas), y unas medidas de seguridad -1.100 policías de todo tipo, dentro y fuera del recinto-, ofensivas para una generación que por entonces tenía aún menos ganas de jorobar que ahora.
Venían de gritar, muchos, el No nos moverán, pero ya lo creo que los movieron. Hasta les molieron a palos. En su memoria, fresca, de unos pocos meses atrás, la imagen de unos militones con pistola gritando, entre tiro y tiro, un Se sienten que humilló a los diputados del Congreso bajo los escaños.
Los años pasan y pasan, menos para los Rolling Stones. En 1982 hubo cronistas que les llamaron carrozas, roqueros en las últimas, vejestorios sin futuro. Tenía Mick Jagger entonces 38 años. Hoy va a por los 64. Más de 40 años en primera línea del mejor pop rock. No hay que descartar que cumpla el cincuentenario tan campante, junto a sus compañeros de ruta.
Hasta el Atlético de Madrid ha pasado una temporada en el infierno desde aquel verano de 1982. En el infierno de la segunda división. Los Stones, ni eso. Siempre arriba, triunfantes, tensos, modernos. Y flacos, cada uno a su manera flaco. No es sólo Jagger quien cuida su esqueleto como caprichosa pero sacrificada prima ballerina. Todos los otros también. Con cara, sobre todo Keith Richards, de haber esnifado las cenizas del padre, pero firmes como cedros azotados por miles de tormentas tan desaforadas como fallidas
Quien acudió al famoso, terrible, poema de Rimbaud para resumir, en eslogan, la temporada en segunda de los atléticos seguro que estuvo en el concierto de los Rolling aquel 7 de junio del 82. Quién no tiene una caída en el infierno. Los Stones, ni eso.
Los Rolling Stones son a la canción como Arthur Rimbaud a la poesía. En el arte de cantar y componer, en el mundo del espectáculo, ni un desmayo. Siempre frescura, novedad, riesgo, impertinencia, dinamita.
Anoche lo demostraron con creces en su tercer concierto en España, dentro de una gira superlativa. La más larga: más de dos años. La más espectacular: el escenario montado en el Calderón enanece al hombre a cambio de agigantar a los músicos: un portento de ingeniería, arquitectura, diseño, imagen y sonido. Y la más generosa con los espectadores: hasta 73 canciones ensayadas, listas para cambiar repertorio de ciudad en ciudad. La banda de los cuatro se ha rodeado, además, de nueve músicos inmensos. Anoche lo demostró de manera sublime la solista Lisa Fisher cantando el Nightime de Ray Charles. La garra de su voz, excitada por Jagger, hizo enmudecer a los 45.000 asistentes.
O mucho engañan las apariencias, o hay Rolling Stones para rato. Qué entusiasmo, qué dedicación, qué mimo con sus seguidores. "Vamos a pasarlo bien, ¿eh?", retó al principio Mick Jagger. En castellano claro. Antes le habían enternecido los Oé, oé, oé reiterados del público. "Sois estupendos", piropeó. Todo empezó a las 22.20 horas, a oscuras. Hasta muy pasada la medianoche. Lo prometido. Incluso más. Como el personaje del poeta, los Stones, cuando ofrecen un pedazo, lo dan entero.
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