Una patología de la justicia
Estima el autor que la politización de la justicia es un fenómeno más peligroso que el inverso, la judicialización de la vida política.
Hace un tiempo, el poder judicial era algo temible, misterioso y rodeado de pompa por cuyas puertas solo entraban y salían determinadas castas (funcionarios, abogados, policías y los propios delincuentes, profesionales al fin y al cabo). Se sabía de su existencia, pero el ciudadano común no tenía contacto con la judicatura sino muy de tarde en tarde y siempre de modo accidental.
Recuerdo cómo en la sala de vistas de la Audiencia Provincial de Vizcaya un testigo, al entrar por la puertecita lateral que comunicaba con una especie de pasillo-sala de espera-toril y verse de repente rodeado del adusto tribunal togado, presidido por un enorme crucifijo, se acercó al estrado semicircular y, siguiendo un reflejo de su infancia, hizo una genuflexión y se santiguó mientras el presidente le indicaba paternalmente que se alzara. Por la sonrisa del magistrado supuse que no sería el primero que se humillaba de aquel modo.
Otro problema es que el juzgador interiorice que sus decisiones pueden favorecer o perjudicar a personas o grupos de los que depende su carrera
Se impone en los jueces un deber moral consistente en rechazar no las opiniones políticas propias, sino el partidismo
Hoy, desde luego, las cosas han cambiado lo suficiente como para que haya caído el tabú que rodeaba todo lo judicial y lo referente este poder del Estado es objeto de discusión en la arena política y en los medios de comunicación. Aparecen, sobre todo, dos patologías que a veces se mencionan como una sola, aunque son, sin embargo, bien distintas: la judicialización de la política y la politización de la justicia, y perdónenme el retruécano que no pretende ser gracioso sino descriptivo.
Sobre la primera (judicialización de la política) ya tuve ocasión de expresar mi opinión en un artículo publicado el pasado 20 de febrero. Solo insistiré en la idea de que la utilización del mecanismo jurisdiccional para el control del poder político es, por lo menos, algo mejor que su ausencia. A un aparato público que desborda los procedimientos formales y reglados ha de corresponder, tarde o temprano, un control (judicial en este caso) que se extienda también más allá de los cauces clásicos. Es la fusión (el paso de sólido a líquido) de toda la realidad social conocida, tal y como lo observaba Bauman. En cualquier caso, es preferible asumir el riesgo de una relativa intromisión de los jueces en ámbitos metalegales que admitir la tiranía incontrolada del poder.
El fenómeno que, sin embargo, resulta extraordinariamente peligroso es el de la politización de la justicia. Por esta entendemos la pérdida de sujeción estricta a los principios de legalidad y equidad en el ejercicio de su función jurisdiccional por parte de los tribunales, a causa de una coacción más o menos sutil proveniente del poder político o de la propia tendenciosidad del juzgador.
La politización resulta tan destructiva para el equilibrio institucional y para la convivencia que su sola posibilidad justifica toda alarma. Ahora bien... ¿Tenemos razones para creer que la politización de la justicia es una patología extendida en España? Tal vez no tanto, pero la creciente extensión del comentado fenómeno de la judicialización, este sí constatable, implica un incremento del riesgo de politización.
En la medida en que se ventilan ante los tribunales cuestiones que tienen incidencia política aparece una primera restricción a la neutralidad psicológica del juzgador que no existe en otros casos. En efecto, cuando se trata de dirimir asuntos entre particulares, tanto el juez como las partes disponen de mecanismos legales (abstención y recusación) para preservar su independencia o apartarse del asunto cuando intereses privados o alguna otra circunstancia personal comprometan su estado anímico o su criterio en relación con aquello sobre lo que le toca decidir. El juez, sin embargo, no deja nunca de ser ciudadano, y como tal no puede evitar tener ideas, opiniones y preferencias políticas que solo mediante un ejercicio de disciplina mental puede dejar aparte a la hora de juzgar. Aún más, incluso habiendo realizado ese esfuerzo que ennoblece su profesión, siempre le quedará una determinada forma de ver y entender los hechos de la que no puede librarse, pues se trata de su propia inteligencia. Es evidente que las ideas políticas no pueden ser consideradas como un defecto, ni para un juez ni para nadie.
Dado que no es posible, entonces, imaginar una independencia psicológica absoluta para los jueces, algo que más que independencia se acercaría al concepto de indiferencia o idiocia en el sentido clásico del término, ¿qué se puede pretender? En primer lugar, se impone un deber moral, específicamente deontológico, consistente en rechazar no el sostenimiento de opiniones políticas propias sino el partidismo, es decir, la voluntaria sumisión a la esfera de la disciplina de un determinado partido político o facción organizada (sindical, asociativa, etc.). Debe, por otro lado, evitarse la posibilidad de que el devenir de la carrera judicial, (ascensos, destinos, régimen disciplinario, etc.) pueda depender del poder político, pues de producirse esta circunstancia, aún manteniéndose formalmente la independencia del juzgador frente a la litis, podría ocurrir que en el proceso de selección y escalafonado haya influido la percepción que sobre sus opiniones políticas expresas o deducidas (y por lo tanto, sobre su probable inclinación a la hora de juzgar determinados asuntos) hubieren de tener quienes estén llamados a evaluar al juez. Es la conocida selección de los miembros del Tribunal Supremo norteamericano, elucubraciones sobre la conducta previsible de los jueces en atención a su ideología política, algo que comienza a extenderse también entre nosotros.
¿Cómo articulamos, entonces, la relación entre un poder judicial independiente y el poder legislativo, representante de la soberanía del Estado? ¿Ante quién y cómo rinde cuentas el poder judicial? ¿Puede la independencia interpretarse como ausencia de control? ¿Qué virtudes (límite al corporativismo) y qué disfuncionalidades (merma de la independencia) implica el hecho de que los miembros del órgano de gobierno de la judicatura no sean reclutados enteramente dentro del propio aparato jurisdiccional y exista una "cuota parlamentaria" en su seno?
El segundo problema es la consciencia del juzgador de que sus decisiones puedan resultar favorables o perjudiciales para las personas o grupos políticos de los que depende, en último término, el desarrollo de su propia carrera. Una variante de esta posibilidad tendría que ver no tanto con el devenir profesional del juzgador sino, sencillamente, con aspectos como la provisión más o menos generosa de los recursos humanos o materiales para su juzgado. Es un riesgo que se conjura apelando, como tantas veces, a la altura moral de los jueces, pero ¿acaso no se pueden mejorar los procesos y evitar, en la medida de lo posible, la tentación?
Puede comprobar el lector que en ninguna de las dos situaciones expuestas aparece la coacción directa dirigida desde el poder político con ánimo de influir en la voluntad del juzgador. Del carácter inmoral y delictivo de semejante actitud no cabe la menor duda, por lo que no tiene demasiado sentido reflexionar sobre ella. Se trata de otra cosa. Se trata de que en la medida en que los asuntos de índole política sean sometidos cada vez con mayor frecuencia al escrutinio de los tribunales (judicialización de la política) necesitarán ser reforzados los mecanismos que deslindan y aíslan al poder judicial respecto del poder político, no solo en sus funciones jurisdiccionales, sino también en las gubernativas y de gestión.
Sabemos que la máquina judicial, además de producir sentencias, autos y demás resoluciones (pensamiento en suma) necesita manejar importantes recursos económicos, materiales y personales. Se adoptan en su seno, por tanto, decisiones jurisdiccionales pero también decisiones administrativas, de gestión y elaboración presupuestaria así como gubernativas, disciplinarias, etc. La cuestión es: ¿hasta qué punto estas funciones auxiliares pueden desnaturalizar o influir negativamente en la misión fundamental de impartir justicia?
Rafael Iturriaga Nieva es consejero del Tribunal Vasco de Cuentas Públicas.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.