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IMC

Entre los requisitos que piden en China a los que quieren adoptar un niño, además de certificados médicos y policiales, heterosexualidad probada y emparejada, y renta comprobable, hay uno como poco curioso: exigen menos de 40 en el índice de masa corporal, el IMC, o BMI si se prefiere decir body. O sea, que los gordos no son -no somos- buenos para padres.

Lo del IMC, que es un baremo decimonónico, se puso de moda con las pasarelas y la anorexia. La elección de chicas flaquísimas para exhibir las creaciones de cada temporada fue una idea de Christian Dior, cuando, en 1947, eligió por las calles de París a las adolescentes más hambrunadas de la recién terminada Segunda Guerra Mundial. Y lo hizo para presentar su New look, aquella colección escandalosa que gastaba hasta veinte metros de tela por vestido, en un momento en que la escasez daba la vuelta a los abrigos y a los cuellos y puños de las camisas. Yo creo que el contraste entre el cuerpo hambriento -del que ya había una constancia gráfica extrema en las fotos de los supervivientes de los campos- y la riqueza del traje, que es un contraste malvado, fue la clave del éxito de aquella colección imposible y de sus secuelas en el imaginario de las mujeres -y de los varones-. Y es una metáfora del lujo, de la exclusividad de la alta costura y el prêt-à-porter de diseño y firma. Y se quedó, porque, aunque quizá fuera inconsciente y pura estética por así decir, daba en la diana de lo que vendía. De la escasez, y por tanto el precio, de lo que vendía. De la felicidad para pocos. Así que niñas y flacas, andróginas, proponiéndose dos veces al año como modelo de la belleza, y, por añadidura, del éxito.

Las asociaciones de víctimas de la anorexia, la enfermedad del odio al cuerpo y emulación de la delgadez, que en España padecen alrededor de 80.000 chicos y chicas -el 2% de la población-, intentan cambiar el modelo, con poco éxito, la verdad, porque la delgadez como criterio estético está muy afianzada en el imaginario de la modernidad. Esa idea perversa de que la ropa "sienta mejor" en los cuerpos flaquísimos, que ha llevado a buen número de diseñadores a negarse a proponer tallas grandes. Y consideran grandes a partir de la 38. Porque, en su mente creadora, que yo menos que nadie discuto, el cuerpo es soporte del traje que es el verdadero sujeto caro y escaso. Y cuanto menos cuerpo, mejor.

La delgadez es ya un valor de toda la cultura mediática, y hay que saber -y todos los adolescentes lo saben- que la cámara, el instrumento cultural por excelencia de nuestra época, y el gran objeto de deseo, "engorda" un par de tallas. Así que las figuras mediáticas están tan pendientes de la báscula como los boxeadores. Está claro que cambiar el modelo es muy difícil, entre otras razones, porque se incardina en el deseo. ¿Y quién erradica el deseo de ser delgada?

Las madres de anoréxicos han luchado para introducir el IMC, buscando lo objetivo, como criterio preseleccionador de los y las modelos de pasarela: no menos de 18. Pero lo de los índices físicos, y su supuesta objetividad, médica y estadística, si bien resultará útil en el tratamiento de los casos individuales, me parece peligroso usado como valor.

El IMC se halla dividiendo el peso en kilos, por el cuadrado de la altura en metros (con decimales, claro). Y se llama "índice de Quetelet", por el matemático y astrónomo belga, considerado uno de los padres de la sociología y la estadística, que, tan del siglo XIX, estaba convencido de que las medidas antropomórficas podían explicar las conductas. Las conductas de los estadísticamente "normales", las del hombre medio, -concepto acuñado por él mismo- y las conductas aberrantes, como el crimen o el suicidio. Es el momento en que se definen las razas según medidas morfológicas, con las consecuencias nefastas que conocemos, que no vienen de las medidas, sino de la mezcla de éstas con otras cosas. De la sociología de las medidas, que es lo de Quetelet. Es cuando comienza a pensarse en una predeterminación física de la conducta: primero se deduce de la naciente estadística, luego se proyecta a futuro, y en el camino se queda fuera algo tan importante como la libertad individual. Así que lo del peso, como lo de la angulación y la medida craneana o la longitud media del pene, se convierte en una cuestión moral. Médico-moral. Estrictamente moral. Que es lo que es ahora. De una deducción científica ha pasado a una normativa ética. Y no es la única.

Porque, si no, ¿por qué en China van a rechazar a los padres gordos para los niños sin padres? Yo la verdad es que conozco muchas buenas madres gordas, yo misma no creo haber sido nunca infeliz como hija, ni demasiado mala como madre. Y, ¿saben lo que me mosquea? Que tampoco quieren padres con problemas estéticos en la cara. A mí esto me suena a Esparta, monte abajo. Y a otras historias, igual de desagradables.

Rosa Pereda es escritora y periodista.

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