Morir en Jiam
En un país, Líbano, en donde la muerte ha abierto tantos frentes en las últimas semanas, y en donde triunfa una confusión que cada vez se parece más a la anarquía, la localidad de Jiam puede presumir de que su mal fario es de cosecha antigua, made in Israel: antes de que Abu Ghraib se hiciera con la corona de la infamia en materia de torturas a prisioneros, la cárcel de Jiam se llevaba la palma. Cuando los guerrilleros de Hezbolá empujaron al Thasal a largarse del sur de Líbano, que el Estado judío ocupó durante más de 20 años, la cárcel de Jiam se convirtió en un museo de los horrores, de la memoria. Pero Israel regresó hace un año, con sus aviones cargados de bombas, y arrasó la prisión de Jiam. Para que no quedara testimonio físico de aquellas maldades.
¿Qué puede importarles a las madres de quién haya procedido la intención asesina?
Nuestros soldados han muerto en esa tierra.
Fue para ayudar a la pacificación de esta zona tras la brutal guerra del verano pasado que, en septiembre, empezó a llegar el contingente español, que ahora mantiene unos 1.100 hombres (y, entre ellos, mujeres) en la base Miguel de Cervantes, en Marjayún, zona sur cristiana; pero patrullan en donde rotatoriamente le toca al mando español hacerse cargo de la vigilancia, descubrir depósitos de armas, mantener la quietud. Los hay que enseñan español, los hay que organizan partidos de baloncesto. Se les observa con recelo -y a quién no, en este país- pero no ha habido enfrentamientos graves. Sólo incidentes por falta de práctica en el conocimiento de la compleja y siempre dúplice -por lo menos- realidad libanesa.
Ahí han perdido la vida ahora nuestros soldados, a causa de una explosión cuyo origen resulta difícil de determinar. No ha sido Hezbolá, parece claro, no sólo por el desmentido, sino porque, en esta última crisis (desatada por la lucha entre el Ejército y Fatah el-Islam en el campo de refugiados palestinos de Naher el-Bared, en Trípoli), el Partido de Dios mantiene un perfil bajo, casi inexistente, y hay hasta quien insinúa que la FINUL -al menos los italianos- mantuvo conversaciones con sus responsables para asegurarse de que no surgirían incidentes en el sur mientras el tema palestino se ponía al rojo vivo. Pero el domingo pasado se produjo la noticia de que tres rockettes katyushas habían sido lanzados al norte de Israel desde un Mercedes que circulaba cerca de la Chebaa, en donde los indonesios patrullaban bajo mando español. El hecho de que la autoría de los atentados recayera en el partido palestino prosirio Frente Nacional para la Liberación de Palestina -con sede al este del valle de la Bekaa-, resulta poco tranquilizador. Quizá estos pájaros, como consecuencia del malestar que reina en los campos palestinos y en sus facciones, han decidido iniciar un acoso a la FINUL que caliente hasta el paroxismo -y con carácter internacional: un ensopamiento en la violencia que no nos conviene en absoluto- el ya agobiante verano libanés que se prepara.
En cualquier caso, ¿qué puede importarles a las madres de los militares muertos, a sus parientes y amigos, de quién haya procedido la intención asesina? Mina de Israel o bomba puesta en el camino para enredar aún más el laberinto, esos chicos, esos hombres ya no volverán. Les recuerdo desembarcando en la plaza de Tiro, en septiembre pasado. Un oficial que no llevaba dinero cambiado agradeció que le invitara a él y a una soldado a un par de cervezas. Estaba feliz: "Qué tranquilo es esto, qué amable es la gente. Si hubiera usted visto cómo nos recibieron en Sarajevo". "No se fíe de las aguas mansas", le advertí. Pienso en él ahora, y en la muchacha -con un pedazo de carácter- que me pidió que le prestara el diario en el que salía ella con unos compañeros. Se lo di, como es natural.
Son buenos, aquí, los españoles. No deben morir ni por una mina israelí ni por cualquiera de los otros rencores enquistados. Pero ojalá hubiera sido una mina israelí. Un incidente aislado.
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