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Reportaje:LECTURA

Aventura en el Extremo Oriente ruso

Viaje etnográfico del mítico explorador Arséniev por la confluencia del Amur y el Ussuri

El 23 de junio de 1908 a mediodía, nuestro pequeño destacamento se instaló en el vapor. El corazón se me llenó de tranquilidad y de alegría. Todas las complicaciones de la ciudad quedaban atrás, las andaduras por los despachos habían acabado. Partíamos al día siguiente.

Al atardecer, mis compañeros de viaje se dirigieron a la ciudad para visitar por última vez a sus conocidos, mientras que yo me quedé en el barco con unos amigos que habían venido a despedirme. Sentados en la cubierta, admiramos la puesta de sol, cuyo resplandor se reflejaba en la amplia superficie acuosa de la confluencia del Amur con el Ussuri.

Era un tranquilo atardecer de verano. El sol de ámbar acababa de esconderse tras el horizonte y sus rayos moribundos doraban los contornos de las nubes. Su brillantez se proyectaba en el aire, en el agua y en las ventanas de las casas de un pueblecito lejano, y presagiaba buen tiempo para el día siguiente.

En las montañas de la Sijoté-Alín Península Viajes

En este volumen, Vladímir Arséniev refleja sus vivencias personales en una zona perdida del mundo en la que habitaban

innumerables etnias, y las intercala, con gran habilidad literaria, con los datos científicos que recopiló en el curso de sus exploraciones.

Una noche, Jeekchir salió de la cabaña. De repente escuchó estas palabras: "Patrón, cierra la ventana. Antes del amanecer habrá tormenta". Era el gallo que le hablaba con voz humana
Los habitantes del Amur no tienen carros. En verano van por el río en barca y en invierno se desplazan en trineo por el hielo. Por ello, en todos los patios había dos o tres trineos
Había millares y millares de larvas, millones de ellas. Llenaban el aire, se apiñaban en las ventanas iluminadas de las cabinas, invadían la cubierta y nadaban en el agua

Enfrente de Jabárovsk, la margen izquierda del Amur es muy baja. Innumerables canales, brazos ciegos y estanques forman un auténtico laberinto, del cual es difícil salir sin la ayuda de un guía experto. Hubo un tiempo en que todo el tramo por el que el Amur fluye de oeste a este, el tramo que va desde la estación de Yekaterino-Nikólskaya hasta el lago Bolón-Odzhal y que representa una extensión de unos quinientos kilómetros de largo por ciento cincuenta de ancho, era una gigantesca depresión cubierta de agua. Las elevaciones que circundan la confluencia del río Ussuri con el Amur son las antiguas orillas de este vasto depósito. (...)

En la cubierta del vapor no había más que tranquilidad. Solamente se oía un ruido indefinido que provenía de la ciudad. Generalmente, durante el día no se escuchaba. Podía parecer que, cuando aparecían las tinieblas, el aire se tornaba sonoconductor.

El crepúsculo se apagaba lentamente por el oeste, mientras que por el otro lado avanzaba una cálida noche de junio. Sobre la vasta extensión acuosa del Amur se había instalado ya una liviana oscuridad, las nubes palidecían en el horizonte, y en el cielo aparecieron las primeras estrellas centelleantes.

En aquel instante, un ruido de remos captó mi atención. Por detrás de la popa del vapor asomó una pequeña barca con dos tripulantes: un joven gold [etnia siberiana prácticamente absorbida por los rusos] que se ocupaba de los remos, y un anciano que, sentado en la popa, dirigía su endeble embarcación a la desembocadura del Ussuri. El anciano dijo algo a su joven acompañante y, señalando hacia el sur, repitió dos veces la palabra jejtsir. De forma automática dirigí mi vista a la majestuosa cordillera que se extiende de este a oeste, desde el lago Petropávlovsk hasta el río Ussuri, y que lleva el nombre que acababa de recordar el viejo gold. Jejtsir tiene una altura máxima de ochocientos sesenta metros. La línea del ferrocarril la cruza por su parte más baja, a treinta y cuatro kilómetros de Jabárovsk. En la literatura histórica, esta cordillera se llama Jojtski y Jejtsir, mientras que el capítulo sobre el Ussuri que aparece en la geografía china de Shuidao-tigan, traducido por el académico Vasíliev, se refiere a dichas montañas como Jujguir (Jurchín).

En la pendiente occidental de la cordillera de Jejtsir, en el borde mismo del Ussuri, se encuentra el asentamiento cosaco de Kazakevíchevo. Está situado en el mismo lugar donde, antiguamente, estaba el poblado indígena de Furmé (Turmé), compuesto por cuatro cabañas. En 1859, Maak ya encontró rusos en este lugar. No quedaba ni rastro del poblado gold, pero los nativos todavía lo recordaban.

Mucho tiempo atrás, en una cabaña aislada, vivía el gold Jeekchir Fayenguni. Era un buen cazador y siempre tenía una reserva suficiente de pescado seco para alimentar a los perros. En una ocasión, Jeekchir estaba en Sansín, en el río Sungari, y se llevó de allí un gallo blanco. Después de esto empezó a hartarse de su soledad y a comer mal, y perdió el sueño. Una noche, Jeekchir salió de la cabaña y se sentó en la cubierta. De repente escuchó estas palabras: "Patrón, cierra la ventana. Antes del amanecer habrá tormenta".

Jeekchir se volvió y vio que era el gallo quien le hablaba con voz humana. Entonces se dirigió al río, pero allí escuchó un susurro sobre su cabeza. Eran los árboles que conversaban. Un viejo roble agitaba las hojas y contaba a un joven fresno todo lo que había podido observar durante más de doscientos años. Jeekchir se asustó. Volvió a su cabaña y se tumbó en el kan [rellano de piedra o de barro que hay en las casas tradicionales chinas y coreanas, por debajo del que corren las conducciones de aire caliente y que se utiliza como lecho], pero justo cuando se estaba durmiendo escuchó de nuevo un murmullo y unas voces. Hablaban las piedras con las que había hecho la hoguera: decían que chascarían si las volvían a calentar de esa forma. Entonces, Jeekchir comprendió que estaba llamado a ser un chamán. Se dirigió al río Nor, donde un chamán manchú introdujo en su cuerpo el espíritu de Tienku. Jeekchir se hizo famoso enseguida: sanaba enfermedades, encontraba lo que estaba perdido y conducía las almas de los difuntos hacia el más allá. Su fama se extendió por los valles del Ussuri, del Amur y del Sungari. Rápidamente aparecieron otras casas cerca de su cabaña. De esta manera se formó el pueblo de Furmé.

Remontando el Ussuri

Con el tiempo llegaron los rusos y expulsaron a los indígenas, que se vieron obligados a abandonar sus moradas y a huir de los inquietos lotsa [nombre con el que los pueblos de Manchuria designan a los rusos] remontando el Ussuri. El pueblo de Furmé desapareció y el nombre de Jeekchir devino Jejtsir. Más adelante, los cosacos pasaron a designar con este nombre no ya solamente el lugar en el que se encontraba el antiguo asentamiento indígena, sino la cordillera entera.

En esta leyenda se nota la influencia del sur. ¿Cómo llegó esta influencia desde Manchuria hasta los golds del Amur?

Con estas conversaciones pasó el tiempo sin que nos diéramos cuenta. Acompañé a mis amigos hasta la orilla y regresé al barco. Ya era tarde. Los últimos destellos del crepúsculo vespertino se habían apagado por completo y la noche había descendido a la tierra. Abajo se oían los rumores melancólicos del oleaje, olía a humedad y a grasa de máquinas. Entré en el camarote y al poco rato me sumergí en un profundo sueño.

Al día siguiente abandonamos Jabárovsk muy temprano. Desde el instante en que nos alejamos del embarcadero, todos los pasajeros tomamos una actitud marinera. Nos acompañaba gente de lo más variopinta: funcionarios que apostaban al whist [juego de cartas antecesor del bridge], comerciantes que hablaban de sus negocios y campesinos que volvían a casa con las compras. Había quien leía, quien se sentaba a admirar la lejanía y quien se encerraba en la cabina y, al ritmo de las máquinas, dormía como un oso. En tercera clase había mucha gente. Se apiñaban en los camastros y no se levantaban para no perder el sitio que habían conseguido con tanto esfuerzo durante el embarque.

Jabárovsk quedaba cada vez más lejos. El Amur se extiende en una amplia franja y parece más bien un lago que un río. (...)

Larga parada

Al atardecer, nuestro vapor llegó al pueblo de Viátskoye, situado en la montañosa margen derecha del Amur. Hicimos una larga parada para cargar madera.

Descendí inmediatamente a la orilla para examinar el pueblo. Tenía un aspecto triste. Lo primero que vi fueron innumerables montones de madera. Detrás, más arriba, asomaban las casas y los patios, de construcción cimentada y sólida. Incluso los vallados estaban hechos de troncos. Todo indicaba que la población vivía bien. Pero, al mismo tiempo, un gran desorden me sorprendió: los patios estaban desorganizados, había montones de estiércol y de barro intransitable. Una calle cruza el pueblo. Dos caballos enjutos y bayos avanzaban lentamente por la vía, se paraban a menudo, removían la tierra con los labios buscando alguna hierba, y levantaban polvo. Los seguía un hombre mayor, maldiciéndolos, gritándoles y agitando los brazos. Los habitantes del Amur no tienen carros. En verano van por el río en barca y en invierno se desplazan en trineo por el hielo. Por ello, en todos los patios había dos o tres trineos. Cuando volvía vi al mismo campesino. Estaba sentado en un pequeño banco al lado de la puerta de una casa y conversaba con alguien que estaba al otro lado del camino. Respondió a mi salutación de mala gana y me preguntó si era el nuevo profesor. Mi negativa lo tranquilizó de forma evidente. Se hizo a un lado y me invitó a sentarme. Me contó que los campesinos habían llegado allí desde la provincia de Viátskaya [en los Urales] unos cincuenta años antes, que vivían muy bien y que se ocupaban del transporte de invierno y del suministro de madera para vapores. El trabajo en el campo no era muy apreciado porque no había buenas tierras cerca y porque existían formas más provechosas de ganarse la vida. ¡Por supuesto que sí! Un pud [unos 16 kilos] de esturión se vendía por cuarenta rublos, y uno de caviar negro, a trescientos veinte. Si el salmón keta era abundante, una familia media de cuatro almas adultas podía capturar tantos ejemplares que, vendidos en salazón y descontados los gastos de la sal, los botes, el flete, etcétera, no solamente vivía tranquila hasta la siguiente pesca, sino que podía guardar una buena cantidad de dinero para un caso de necesidad.

Después de hablar un rato con el viejo habitante de Viátskoye me dirigí a la orilla. Daba la sensación de que el vapor estaba inundado de electricidad. Rayos cegadores escapaban por todas las puertas, escotillas y ojos de buey y se reflejaban en el agua negra. Por las pasarelas trasteaban coreanos, estibando madera. Ya estaba en mi camarote con la intención de acostarme cuando un fuerte estruendo en la cubierta me obligó a vestirme y a subir de nuevo.

Eran las dos de la madrugada. La luna llena en el cielo plateaba con su luz centelleante el ancho curso del Amur. Delante de nosotros se desdibujaban los contornos de un cabo. El pueblo de Viátskoye se iba a dormir, en algunas casas todavía se veía la luz de los fuegos...

Y en esas horas nocturnas salieron del agua y se elevaron en el aire una cantidad innumerable de cachipollas que, vulgarmente, se llaman efímeras. Sus larvas viven en el agua y son rapaces. De repente, suben a la superficie todas a la vez y se convierten en elegantes criaturas aladas de un color azul pálido, con las alas transparentes y tres cerdas en la cola. Había tantas efímeras que, si la noche no hubiera sido cálida y no nos hubiera asfixiado el olor a hierba seca cortada, las habríamos podido confundir con nieve. Había millares y millares, millones de ellas. Llenaban literalmente el aire, se apiñaban en las ventanas iluminadas de las cabinas, invadían la cubierta y nadaban en el agua. Llevaban prisa por vivir. Disponían de un tiempo escaso: veinticuatro horas como mucho. Se habían elevado desde el oscuro abismo de las aguas para hacerse bellas y morir.

No pude estar mucho tiempo más en la cubierta. Los insectos me rodeaban por completo. Me zurriagaban la cara, penetraban por las mangas, se me enganchaban al pelo y se me metían en los oídos. Intenté quitármelos de encima, pero resultó una tarea inútil. En la cabina, el aire estaba cargado y hacía calor, pero no se podía abrir la ventana por las mismas maravillosas efímeras. Me revolví un largo rato de un lado para otro y no pude dormir un poco más que de madrugada.

Cuando me desperté a la mañana siguiente, el vapor ya se había puesto en marcha. Entre el lago Katar y el pueblo de Viátskoye, el río Amur dibuja un tramo de oeste a este, pero luego vuelve a girar hacia el noreste. Aquí la margen derecha está formada por una serie de elevaciones planas, entrecortadas por profundos barrancos. Está compuesta de lava basáltica y materiales rocosos muy antiguos. Cerca del asentamiento de Yelabúzhskoye, las elevaciones se alejan del Amur hacia el interior y reaparecen pasado el afluente Gasínskaya, que proviene del lago del mismo nombre.

Fotograma de la película <i>Dersú Uzalá</i>, de Akira Kurosawa, basada en el libro homónimo de Vladímir Arséniev.
Fotograma de la película Dersú Uzalá, de Akira Kurosawa, basada en el libro homónimo de Vladímir Arséniev.
Un residente de Jabárovsk cruza el río Amur, completamente helado, arrastrando un pequeño trineo, en diciembre de 2004.
Un residente de Jabárovsk cruza el río Amur, completamente helado, arrastrando un pequeño trineo, en diciembre de 2004.AFP

Las torpezas del geólogo Gúsev

EL 2 DE AGOSTO, nuestro pequeño destacamento alcanzó el punto en el que el Pargamí desemboca en el Butú. Se nos abría delante una depresión pantanosa, flanqueada por montañas bajas, en forma de colinas erosionadas. Este paisaje es característico de las faldas de la Sijoté-Alín. El amplio y apenas ondulado valle estaba cubierto de musgos de turbera y escasos alerces. No se observaban ni bestias, ni aves, ni insectos. El silbido del viento al hender las cimas secas de los árboles daba una sensación todavía más profunda de bosque desierto. Al cruzar el pantano, me separé del destacamento y, al observar desde lejos a mis compañeros, vi que cada uno de ellos estaba envuelto en una especie de nube de ligera niebla. Estaban rodeados de jejenes y mosquitos. Al atardecer llegamos a la desembocadura del Pargamí. Tras las lluvias se había desbordado y, en muchos lugares, había inundado el bosque. (...)

Aquella travesía resultaba muy fatigosa para todos, pero era especialmente dura para Gúsev, que se encontraba en la taiga por primera vez. El respetable geólogo no tenía sentido de la orientación, a menudo se quedaba atrás, perdía nuestro rastro y se iba en otra dirección. Teníamos que buscarlo, lo que nos hacía perder un tiempo muy valioso. Era miope y sin gafas veía muy mal; pues perdió también las gafas y entonces ya no veía absolutamente nada. Confundía un árbol seco con una peña, hablaba con los troncos y saltaba zanjas donde no las había. Su peor defecto era que no podía hacer nada solo. Hay personas a las que siempre les ocurren desgracias. La tienda no se le hundió a nadie más que a él. En una ocasión metió un pie descalzo en una olla llena de gachas. En otra, se le cayó el jabón en el río y, cuando intentó cogerlo, se cayó al agua. Como no se dio cuenta de que se le había roto una de las correas, cargó la mochila solamente con una durante un largo tiempo, por lo que luego tuvo dolores. Una vez le hicimos cargar con la olla de aluminio. Gúsev la ató de tal forma, que la tapa no dejaba de sonar. Yo contaba con que podría cazar algo durante el trayecto, pero Gúsev espantaba la caza con sus golpes. Él iba delante, mientras que yo me había quedado un poco retrasado, dibujando las rutas. Pedí a un cosaco que lo atrapara y le atara la olla como es debido.

-Mejor no -me respondió el cosaco-. Que siga así. Si se pierde por el bosque, será más fácil encontrarlo.

Por una distracción mientras se preparaba para el viaje, Gúsev cogió las mudas poco equilibradas: tres calzones y una vieja camisa, que rápidamente se rasgó. Entonces mostró tener un poco de iniciativa, se le ocurrió vestir los calzones en lugar de la camisa. Por delante le quedaba una cruz oblicua con botones, mientras que por detrás llevaba una especie de burbuja que el viento le inflaba. Cortó los cordones de los tobillos y los ató cerca de las manos, por lo que las mangas le quedaban bombachas. Con esta indumentaria parecía un mercenario. Nos moríamos de la risa, pero luego nos acostumbramos a su vestimenta.

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