El encanto del desorden
De Palermo a Cefalú y Selinunte, un recorrido muy siciliano
La capital de la isla no es una ciudad fácil, aunque un dicho sentencia que quien no la descubre, no llega a conocer Sicilia. Todo un reto para el visitante.
Una de las tesis argumentales de Olvidar Palermo (1990), una película de Francesco Rossi, es que ser siciliano no es un simple dato biográfico, sino un destino al que uno no se puede sustraer. Esta idea, que desde luego no se puede poner a un lado a la hora de escribir sobre Sicilia, no me interesa tanto como destacar el título de la película. Dicen los que conocen la isla que Palermo es una prueba: quien no llega a descubrirla, a dejarse deslumbrar por la belleza de su decadencia, en realidad no puede decir que conozca Sicilia.
Seguro que no les falta razón y que la capital tiene sus encantos (su emplazamiento entre montañas, en un golfo amplio y luminoso; una arquitectura fruto de la convivencia entre distintas culturas: catedrales, mercados callejeros llenos de vida...), pero nadie me negará que, objetivamente, Palermo es una ciudad sucia, pobre, ruidosa, llena de bloques de colmenas agobiantes, edificios en ruinas con paredes desconchadas; de calles atestadas de tráfico en donde te asaltan, cepillo en mano, los limpiadores del parabrisas. Una ciudad, en suma, para olvidar.
A 70 kilómetros de Palermo (si conseguimos salir, porque la entrada y salida de la capital es un embudo con atascos monumentales), siguiendo la A-20 en dirección a Mesina, hay, sin embargo, un precioso pueblo de pescadores que compensa esta experiencia tan poco grata. Se trata de Cefalú, que emerge a los pies de un gran peñón, en el mar Tirreno. Lo primero que se encuentra uno al aparcar el coche en un vasto solar junto a la playa es un mercadillo en el que resuena "¡volare, oh, oh!" como música de fondo, y en el que se vende de todo: desde viejos televisores y aparatos de radio destripados hasta rodajas de coco fresco, naranjas de pulpa roja, esos tomates relucientes y exquisitos que parecen hechos de plástico verde, y calabacines (zucchini) largos y retorcidos como ramas, pasando por revistas y libros de segunda mano, así como ropa usada. En el paseo marítimo hay otro tanto de lo mismo, pero merece la pena recorrerlo, caminar por la playa para luego adentrarse en las callejuelas medievales.
Cualquier paseo lleva a la Piazza del Duomo, un lugar circundado de palmeras, perfecto para tomarse un capuchino con una cassata, dulce típico siciliano de influencia árabe, hecho con queso ricotta endulzado. No sabemos si Roger II, un rey hábil de nariz ganchuda, que supo aunar en Sicilia lo mejor de las tradiciones árabes, normanda y bizantina, tomaba cassata. Lo que sí sabemos es que en 1118 se casó con una infanta castellana, Elvira, de tiempos del Cid Campeador, que era hija de una concubina de Alfonso VI.
También cuenta la leyenda que Roger II sobrevivió a un naufragio cerca de las costas de Cefalú, y que, en agradecimiento a la Virgen, hizo construir la hermosísima catedral (1131-1240) con aspecto de fortaleza, techumbre de madera y columnata clásica, así como el mosaico de un pantocrátor (primer ejemplo de una imagen muy repetida en la isla) en el ábside. Para finalizar la visita a Cefalú merece la pena subir a la Rocca, el emplazamiento de la antigua ciudadela, desde donde se divisa, por un lado, el mar, y por otro, el paisaje típicamente siciliano: una combinación de afloramientos de piedra caliza, colinas onduladas y extensiones de olivos, viñas y trigales.
Un sol que devora
Partiendo también de la capital, pero esta vez hacia el sur de Sicilia (por la A-29 en dirección a Castelvetrano) y a dos kilómetros de la costa que mira a África, bajo un sol que devora, hay un impresionante yacimiento arqueológico fundado probablemente en el año 651 antes de Cristo. Como ocurre con otros conjuntos en ruinas de la isla, Selinunte, dividido en tres partes (los tres templos de la Collina Orientale, los cinco de la Acrópolis y el recinto sagrado del Santuario della Malophoros), no presenta un aspecto precisamente impecable. Pero Sicilia no es Inglaterra ni Finlandia (¡faltaría más!), en donde hasta la última piedra, la última flor, estarían colocadas a conciencia.
Y en este caso concreto, el encanto radica en el desorden; en la pura piedra tirada por los suelos que despunta entre chumberas, apio salvaje (selinon en griego) y margaritas amarillas; en los templos en ruinas que, a falta de nombre (se ignora a qué deidades estaban dedicados), se designan con una letra. El que mejor se conserva es el E, que se derrumbó a causa de un terremoto y que fue levantado de nuevo en 1960 por medio de una anastolosis. Este procedimiento, que consiste en la reconstrucción a base de piedras y fragmentos, en este caso las que andaban por el suelo, no le iría mal a algunas partes de Palermo... Pero como decía el escritor siciliano Tomasi di Lampedusa, autor de El Gatopardo, probablemente sería "cambiarlo todo para que todo siga igual".
Cristina Sánchez-Andrade (Santiago de Compostela, 1968), autora de las novelas Las lagartijas huelen a hierba y Bueyes y rosas dormían.
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