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Columna
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La despiadada ley del bañador

A medida que el bañador ha reducido sus dimensiones, crece en importancia la proporción del cuerpo. Porque el cuerpo, en fin, se ha convertido, ensanchándose o estrechándose, en el disfraz estival, y todos los reclamos de la estación se refieren a lograr una escogida y determinada talla. La talla ideal de las carnes, puesto que el mundo de la ropa ha hecho saber que sus números son falsos y sus etiquetas arbitrarias. Lo decisivo, en fin, se encuentra ahora en la figura exenta bajo el resplandor solar y sobre el plató playero.

¿Todos actores? Todos conminados a respetar el mandato del valor corporal. Porque de la misma manera que se preceptuaban y preceptúan oraciones o penitencias con motivo de las festividades religiosas, se ha impuesto el dictamen de ejercicios físicos, dietas y ayunos para los tiempos soleados de la vida laica.

A los finos pecados del alma siguen los actuales pecados de la grasa. A la gula que evocaba algún voluptuoso desorden interior sucede la obesidad que denota un desorden orgánico. ¿Presentarse en la orilla con esos kilos de más? La enfermedad o el abandono, la patología o la indolencia se juntan en el bulto que pasea entre la brisa del mar. El bañador, como máximo referente disciplinario, obliga a ello.

No sería preciso desnudarse en estos meses, y menos ante la masiva mirada de los demás, pero el bañador se ha erigido como la gran insignia cultural que ordena y manda. De hecho, parece tan inconcebible un veraneo sin bañador como una flaqueza oponerse a él por razón del peso. Las razones de peso individual cuentan menos que el reinado del bañador. Porque, más que una prenda, el bañador ha alcanzado el rango de una categoría, pieza central de la liturgia común que, como el turrón en navidades o la rosa en el día de San Jordi, es oportuno respetar.

Lo peculiar en este caso radica, sin embargo, en que el bañador nos viste para la fiesta y simultáneamente nos desnuda en ella. Nos expone a la vez que, generalmente, nos depone, nos disfraza de personajes mediante el extraño sortilegio de mostrarnos vertiginosamente como somos.

Los solteros o quienes deambulan sin pareja son los que más intensamente experimentan estos efectos del bañador y sus connotaciones públicas. The summer is for singles, dicen los norteamericanos. El single sale a ligar a cuerpo, mientras que quien está emparejado puede disimular sus contornos en el recíproco burladero de la compañía.

No son los emparejados quienes más intensamente sufren el escrutinio de los otros veraneantes, sino los ejemplares solitarios o aparentemente descomprometidos. En la óptica general del estío, los singles son los principales víveres del objetivo, y aquellos más propicios a la ponderación, la depredación o el deseo.

En ellos se concentra el desafío del bañador y su posible efecto terrorista. ¿La condena del espejo en el probador? No hay espejo más despiadado o implacable que la radiante escena del mediodía estival, el mar ampliando la insolencia de la luz y los habitantes provistos de todos los medios para devolvernos el juicio de su mirada.

¿Podremos soportar esta impudicia otra vez? Sólo los jóvenes son aún indiferentes a esta inclemencia que empieza a sentirse tras llegar a la treintena. Cualquier cuerpo humano ingresaría en el verano natural con la mansedumbre de los animales, pero relincha ante el verano cultural que exige, desde casi todos los púlpitos, la disciplina de la silueta.

Si alguien pone reparos todavía al nudismo, he aquí la ocasión para estimar sus hondas cualidades. Los nudistas no se desnudan: son redundantes, igual a lo que son. No sometiéndose a la carga del bañador, sortean las leyes de la carne. Aboliendo el imperio de la silueta ideal, recuperan la imagen sin coacciones. Más pronto que tarde, todas las playas tenderán a ser nudistas, y no ya por razones morales, sino como medida de salud mental contra la esquizofrenia de todos aquellos que en estos días se ven instigados a disfrazar su carne velozmente para aparecer desnudos.

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