Identidades fantasmas
Verlaine disparó contra Rimbaud. La poesía no se ha repuesto aún del suceso. Pero lo cierto es que Verlaine, borracho y enamorado de Rimbaud, le disparó dos veces con la pistola que había comprado para suicidarse. Disparó al otro, sabiendo que se disparaba a sí. Rimbaud ya había escrito en Una temporada en el Infierno: "Je est un autre". Intuía, o quizá supiera, que el concepto de identidad es más complicado de definir de lo que parece. Verlaine era Rimbaud y Rimbaud era Verlaine. Sí, hasta cierto punto.
Nadie es otro, ni lo podría ser aunque quisiera. Se puede solidarizarse con el otro cuando sufre, regocijarse con él cuando ama, pero difícilmente se puede ocupar su lugar. Nadie es otro, aunque lo intente, porque es imposible conocer qué es el otro. Yo soy yo, desde el nacimiento hasta la muerte, aunque no sepa quién soy ni qué soy. Yo soy yo, pero puedo parecer otro. Puedo vivir bajo otro nombre, puedo ocultar mi identidad bajo papeles falsos o disfraces, puedo interpretar a otro personaje, pero no por ello dejaré de ser quien soy. No soy yo quien cambia, sino mi identidad social, la imagen que los demás tienen de mí, pero cabe preguntarse si no es esta identidad social la real. Sí, ya sé que alguien puede alegar en mi contra que existe, en el fondo de todo, una identidad personal, salvaguarda del yo, el lugar íntimo e inaccesible. Un fantasma que camina entre sombras, escondiéndose y escindiéndose de sí mismo; un fantasma familiar y cercano, un fantasma que, a veces, ocupa el lugar de uno. Mallarmé en el primero de sus Cuentos Indios lo llama obsesión.
La obsesión por el tema de la identidad ha superado los límites psicológicos para convertirse en trauma
Preguntarse sobre lo que somos o sobre lo que hacemos es poner freno a nuestra existencia y actividad
La obsesión de muchos vascos por el tema de la identidad ha superado con creces sus propios límites psicológicos, para convertirse en trauma. ¿Qué somos? ¿Quiénes somos? ¿Quiénes creemos que somos? Existe la contradicción entre cómo creemos que somos y cómo creen los demás que somos; cómo nos vemos y cómo nos ven. Voltaire veía a los vascones como un conjunto de guerreros que bailaban y brincaban al son del tamboril, que danzando se lanzaban a la batalla; irrintzi bat entzunda, añadiría yo. El sonido y la furia, narcisismo en el salón de historia.
Victor Hugo también visitó el País Vasco. "La lengua vasca es una patria, casi una religión. Decid una palabra vasca a un montañés en la montaña; antes de esa palabra no erais nadie para él. Después, sois su hermano. La lengua española es aquí tan extranjera como la francesa". Era el año 1843 cuando pasó por aquí, durante los meses de verano. Otros, en menos tiempo, son capaces de escribir tesis sobre el problema que nos acucia y sus seguras soluciones; y algunos, sin salir de la playa además; o entre pincho y pincho y alguna visita furtiva al Guggenheim. Hay que ser moderno sin interrupción. Victor Hugo contempló los desastres de la guerra civil de entonces. "Los dos tercios de los pueblos están arrasados. Carlistas, cristinos. Estalló la guerra civil en Guipúzcoa y Navarra, hará de ello seis años. (Hugo utiliza la forma verbal chouannait, derivada del sustantivo chouan, algo en lo que pocos han reparado.) "En España la ruta buena pertenece, de cuando en cuando, a la guerra civil; hoy, a los ladrones. Los ladrones abundan". No entendió demasiado bien lo que sucedía; pero lo visto le impresionó profundamente. Como si hubiese descubierto la verdad de la literatura, el mito que se hace realidad. "Pueblo encantador, un poco salvaje", escribió mucho más tarde, lejos.
Gran parte de la literatura posterior, nacional y no nacional, se nutre de los conceptos y afirmaciones que Voltaire y Hugo, sin olvidar a Rousseau, dejaron caer sobre el país. Las guerras carlistas, con sus héroes, sus guerrilleros, sus contrabandistas, dibujan el telón de fondo de muchas novelas de los escritores del 98: Unamuno, Baroja, Valle... Pero pasados los años, creo que los viajeros que han venido al País Vasco, casi hasta ahora, repiten los mismos esquemas mentales. El vasco es un pueblo alegre que baila aurrescus, canta zorcicos, habla la lengua más antigua de Europa, pero la menos estudiada, y juega a la pelota o levanta piedras. Es la misma mirada romántica, folclórica e ingenua. No deja de sorprender el papel de la pelota vasca en la formación de la identidad. Orson Welles le dedicó un documental. Oteiza elevó a metáfora vital el espacio del frontón. Medem, usando ambos elementos, intentó explicar el problema, o sea el "conflicto". En Azkoitia se conserva, creo, el cigarro puro que Winston Churchill regaló a Mariano Juaristi, Atano III, como expresión de su admiración. Piel contra piedra, y un poco de humo.
El aspecto físico prevalece sobre el moral; el aspecto lúdico sobre todos los demás, en esta identidad. Como exclamara Victor Hugo en Lezo: "¡Triste Iglesia de Santo Domingo, creíste haber vencido a Satanás y has sido vencido por Voltaire!". No deja de ser irónico que el vencedor, a la larga, sea el Voltaire mistificador y literato. No el otro.
Preguntarse sobre lo que somos o sobre lo que hacemos es poner freno a nuestra existencia y a nuestra actividad. Si el pelotari se preguntara cada vez que toma la pelota en su mano y ve el frontón omnipresente en qué consiste el juego, dejaría de jugar, o se caería de bruces. Hay quien dice que cuanto más se conoce uno, mejor sabe cómo actuar. Pero conocerse no es tan fácil como parece. Creemos conocernos y, a veces, tan sólo vislumbramos un fantasma que ha usurpado y se ha adueñado de nuestro lugar, que duerme en nuestra cama con nuestra chica o chico, y bebe nuestras bebidas y escucha nuestra música. Puede ser insoportable. Quien más indaga sobre su propio ser, menos avanza en su conocimiento. Y cuanto menos se conoce, menos se actúa, sumido en la duda eterna. ¿Quién soy? No conviene extrañarse de no saber qué se es, sino extrañarse de que, a pesar de todo, riamos, amemos y seamos capaces de sentir algo parecido a la felicidad. De vez en cuando.
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