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La estrategia 'maximin'

En un reciente artículo se planteaba Ramón Jáuregui la situación de un Gobierno español hipotético que decidiera un buen día iniciar la andadura de dialogar con los terroristas como vía para llegar a su desaparición. Y se cuestionaba si debería hacerlo cuando el principal partido de la oposición se opusiera, cuestión a la que él mismo respondía calificándola de "pregunta peligrosa", puesto que responderla negativamente sería tanto como otorgar un "derecho de veto" a la oposición en un tema fundamental en el que el Gobierno está legitimado para actuar por el apoyo de la mayoría que lo sustenta. Me parece sugerente y acertado el planteamiento, sobre todo por proceder del ámbito del partido del Gobierno. Y me parece desacertada, o por lo menos insuficiente, la respuesta que proporciona. Y me explico.

Los gobernantes están para tomar decisiones ante problemas que están ahí y no permiten escapar
La lucha antiterrorista y la decisión de intentar poner fin al terrorismo por una u otra vía son dos cosas muy distintas

El planteamiento tiene el acierto de establecer una distinción que es fundamental para poder entendernos en la maraña dialéctica que hemos acabado montando en torno a la "lucha antiterrorista" y la "unidad de los demócratas". En efecto, y en contra de confusiones simplistas e interesadas, son dos cosas muy distintas la lucha antiterrorista y la decisión de intentar poner fin al terrorismo por una u otra vía. En la lucha antiterrorista, como en toda situación de guerra, la unidad es un requisito exigible a todos los partidos y fuerzas políticas, sencillamente porque se trata de garantizar la supervivencia del Estado de derecho que hace posible la misma pluralidad. Es un requerimiento obvio que nace de estructuras atávicas de la mente humana: ante el peligro, todos unidos. Y, en efecto, y salvo la tardía incorporación de los partidos nacionalistas a esa unidad, nadie puede decir que en nuestro país no exista un frente unido.

Cosa muy distinta, por continuar con el símil, es hacer la paz. Aquí entramos en el campo de la legítima disparidad de criterios, en una materia en la que reaparece la irreprimible disparidad de valores de los seres humanos. Habrá quienes consideren que la única paz admisible es la que sigue a la derrota total del enemigo, y habrá quienes prefieran explorar vías dialogadas y más o menos negociadas, con concesiones o sin ellas. Los ejemplos de la historia sobre las formas de poner fin a un conflicto son casi infinitos, pero, y esto es lo importante, en este punto no hay unidad automática y obligada, ni el Gobierno puede apelar a una legitimidad superior a la de la oposición. En este punto la unidad no es natural, sino que hay que construirla a base de diálogo, negociación y concesiones.

Y ¿qué hace un gobierno que cree firmemente en la procedencia del diálogo con los terroristas, pero se encuentra con una oposición irreductible en su negativa a ello? Aquí es donde no concuerdo con Jáuregui, que despacha el supuesto diciendo que no puede concederse un derecho de veto a la oposición, lo cual es cierto, pero irrelevante como criterio. Más bien parece que el Gobierno hipotético de que hablamos tendrá que valorar prudentemente las consecuencias de las opciones que se abren ante él: abrir el proceso de diálogo con una oposición enquistada en su negativa crítica, o abstenerse de ese proceso hasta que consiga la unidad. Ambas opciones tienen sus riesgos, tanto en el frente externo (la posibilidad de conseguir la paz, su desperdicio, el enquistamiento del terrorismo), como interno (la tensión social, la conflictividad en un punto sensible, la exasperación del enfrentamiento partidista, el forzamiento del Estado de Derecho), pero es un derecho (y una responsabilidad) del gobernante tomar la decisión.

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En mi opinión, ante opción tan grave, un gobernante prudente debería utilizar una estrategia tipo maximin (maximum minimorum) para sopesar los riesgos: es decir, jerarquizar las alternativas según sus peores resultados posibles, como propone John Rawls en su famoso experimento. En este caso, adoptar el peor resultado posible (fracasa el plan con los terroristas, éstos se han retroalimentado anímicamente, se ha roto con la mitad del país en el intento, desunión, Estado de derecho tocado) como escenario a evitar con la apuesta que se haga. Claro que cabe otra estrategia, la de apostar porque se producirá finalmente el resultado óptimo (fin del terrorismo, la oposición derrotada termina por subirse al carro, todos felices). Una es la estrategia conservadora, la otra la jugada arriesgada. Elegir depende mucho, cómo no, de los conocimientos que uno posea sobre la situación del oponente y de la estimación de su jugada más probable, pero esto pertenece a los arcanos del gobierno.

No se trata entonces de vetos ni de legitimidad, señor Jáuregui, sino de elegir una política utilizando una u otra estrategia. Para eso están los gobernantes, para tomar decisiones ante problemas que están ahí y no permiten escapar. Bueno, también están para responder de sus elecciones, aunque esto es algo que no se practica mucho entre nosotros. Quizás por ello es tan fácil la opción arriesgada: no tiene costes para su autor.

José María Ruiz Soroa es abogado.

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