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El Derby de la niña perdida

Fernando Savater

Sin duda, sólo un buen jinete puede ganar el Derby de Epsom, porque incluso montando al mejor de los caballos, hay mil maneras de perder la carrera carismática. Pero también es verdad que algunos de los mejores jockeys no han conseguido ganarlo nunca, a pesar de intentarlo varias veces y con participantes que sobre el papel contaban con buena probabilidad. Recuerdo, por ejemplo, el caso de Joe Mercer, el último representante de la escuela clásica inglesa antes de la "contaminación" general por la monta a la americana con estribo muy corto, que sólo consiguió llegar segundo una vez, si la memoria no me falla también ahora. O el incomparable texano Bill Shoemaker, que no participó más que una vez, fue en cabeza todo el trayecto y perdió en los últimos metros por un cuello..., y eso sobre un caballo con opción secundaria. Menos suerte tuvo el francés Freddy Head cuando condujo al favorito Lyphard en la edición de 1972: ambos a una tomaron la curva de Tattenham en ángulo recto, cosa que no ayuda nunca en el Derby. Ocupó una de las posiciones zagueras y recibió críticas irónicas por su original forma de montar, lo que justifica sus malhumorados comentarios posteriores sobre la irregular pista de Epsom, pobre criatura. E incluso el más indiscutido campeón de la primera mitad del pasado siglo, sir Gordon Richards, que lo ganó todo en Inglaterra y en el continente, estuvo a punto de quedarse sin un solo Derby: lo consiguió por fin con Pinza en 1953, ya con más de cincuenta años y en su última temporada en activo, batiendo de lejos a Aureole, el caballo de la reina recién coronada que acaba de concederle su título nobiliario...

Desde la retirada de Lester Piggott (quien no tuvo en cambio problemas con la prueba reina de Epsom, pues la ganó... ¡nueve veces!), el más carismático de los jockeys europeos es sin disputa Lanfranco Dettori, un milanés de origen sardo afincado en Inglaterra, extrovertido, alegre y decisivo cuando llega el momento, que se ha convertido gracias a su simpatía en el mejor portaestandarte del turf entre los aficionados y los curiosos. A pesar de su relativa juventud -treinta y seis años-, ha vencido en casi todas las pruebas clásicas a uno y otro lado de la Mancha, pero no en el Derby por antonomasia, el de Epsom. En el cual, hasta la edición de este año, había participado ya catorce veces sin ir más allá del segundo puesto. Incluso se fraguó en torno suyo una leyenda de ilustre fracaso semejante a la de Borges respecto al Nobel: cada año cundía un morboso interés entre sus propios admiradores por ver qué pasaba esa vez para que se quedara sin el reputado galardón. Por fin, este año, pareció que era posible romper el maleficio si montaba al caballo de su destino, Authorized. Ese nombre resultaba doblemente significativo: por un lado, sus excelentes actuaciones -ganador en York del Dante Stakes, la mejor preparatoria para el Derby- hacían pensar que daría a Dettori autorización para ganar (como 007 tenía licencia para matar); por otro, el italiano necesitaba para montarle autorización del jeque dubaití, el propietario con quien tiene contrato preferente y que debería renunciar a sus servicios en la gran carrera. Me alegra comunicarles que el jeque fue magnánimo, sobre todo porque no tenía ningún bicho decente con el que competir.

¡Ah, pero no todo estaba decidido, ni mucho menos! Había otros participantes en liza que debían ser tomados en cuenta: dieciséis más, exactamente. De ellos, nada menos que ocho estaban entrenados por el ambicioso Adrian O'Brien, que representa en su trabajo lo que Dettori entre los jinetes. Algunos tenían nombres de esos que arrebatan suspiros, como Anton Chekov (le jugué, no se molesten en preguntármelo siquiera), Mahler y Archipenko, el más favorito, que había nacido un treinta de mayo como el vanguardista ucraniano cuyo nombre compartía. También era considerable Regime, montado por el jinete ganador el pasado año, Martin Dwyer. Precisamente a Dwyer, padre de dos hijospequeños, se debía la iniciativa que iba a caracterizar esta edición del mito de Epsom: los jinetes lucían en el pecho un lazo amarillo para demostrar su solidaridad con los padres de la niña Madeleine McCann, raptada de su alojamiento en el Algarbe mientras ellos confiadamente cenaban en un restaurante próximo.

Bien mirado, quizá nada puede ser más angustioso que la situación de quienes han perdido de modo tan enigmático a una hija de cuatro años. Pero... ¿acaso no existe en todo el mundo, sobre todo en sus zonas más desfavorecidas, una auténtica conspiración contra los niños? Miles y miles de ellos nunca ven acercarse a un adulto más que con malas intenciones: para convertirlos en pequeños esclavos con jornadas de diecisiete horas, o en herramientas sexuales, o en soldados en miniatura pero con armas de verdad. Todos esos niños que viven solos, perseguidos, explotados, martirizados por quienes debían cuidar de ellos y procurar su alegría..., ¡qué pecado, que acusación contra la civilización! Aunque no hay cómputo moral posible entre seres humanos y animales, sentimos como una ofensa zoológica que los responsables de tales perversiones puedan ser llamados "bestias". El otro día, uno de esos ministros de Batasuna que -gracias al reconocimiento que les ha otorgado hasta hace poco el Gobierno de Zapatero- suelen amonestarnos desde los medios de información cotidianamente dijo que un colega asesino se negaba a llevar la pulsera localizadora alternativa a la prisión porque "no era un perro". Es verdad: ¿qué perro ha hecho en el mundo jamás lo que ha hecho De Juana Chaos, y sobre todo lo que hacen a sus conciudadanos quienes le defienden, amparan y votan por los suyos? Robert Cunninghame Graham, aquel gaucho escocés que compuso uno de los libros más bellos sobre los españoles en América, Los caballos de la Conquista (y se lo dedicó a su corcel Pampa), dice en uno de sus relatos: "Los teólogos, que han bendecido al hombre con el infierno, no han concedido ningún paraíso a las bestias, quizá porque la inocencia de sus vidas hubiera hecho que lo llenaran hasta el punto de no dejar sitio para que un solo hombre pudiera entrar". (Trece Historias, Ediciones Espuela de Plata).

En una posada de Epsom, cercana al hipódromo, hay un pozo y, ligada a ese pozo, una leyenda: la noche anterior al Derby aparece allí escrito con tiza blanca el nombre del ganador. Unos dicen que la profecía acierta siempre, otros que muchas veces, los más escépticos señalan que casi nunca. Este año, el nombre que apareció en el pozo fue precisamente Archipenko. ¡Qué maravilla, oh, nadie lo hubiera creído! Pues bien, otra profecía equivocada, como las de los economistas: Archipenko llegó precisamente el último, ni más ni menos. Tampoco Anton Chekov, que fue entre los primeros casi toda la carrera, logró rematar con prestancia el último acto, y en cuanto a Mahler, sólo puedo decir que desafinó. De los ocho pupilos de O'Brien, fue sin duda Eagle Mountain el que se portó con más bravura, llegando desde atrás con un excelente aunque tardío remate a conquistar la segunda plaza. La primera, sin remedio ni competencia seria, fue para Authorized. Ganó con toda la autoridad que se le podía suponer y Lanfranco Dettori realizó una monta delicada, precisa y enérgica que me hizo recordar el añejo dictamen de Lester Piggott: "Un buen jinete es el que nunca pierde cuando monta el mejor caballo".

En general, la gran mayoría de la afición disfrutó con el momento glorioso, porque Dettori es muy popular y escandalizaba un poco así, con tantos triunfos y sin Derby. En cambio, las agencias de apuestas, los bookies, lamentaron su triunfo porque fue su mayor pérdida económica en la historia de la carrera: por una vez, realmente, la casa paga y el cliente gana. Sobre todo uno de ellos, anónimo, que un par de horas antes del Derby se jugó medio millón de libras a la par a Authorized y ciento veinte minutos más tarde se fue a su casa -pasada la angustia, supongo- con un millón de libras. Poco a poco, los demás también volvimos a casa. Los aficionados despechugados, las miladys con pamela, los policemen severamente bonachones, las vendedoras de flores para el ojal, los turfistas sabios, tantas amables beodas sobre tacones altos, los agrupados japoneses, los mozos y preparadores, los jockeys... Todos llevaban una cinta amarilla. ¿Dónde estás, Madeleine?

Fernando Savater es catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid.

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