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Columna
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Homenaje y catarsis del pasado

Treinta años. Aún no pude votar. Pero la memoria retiene unos días frenéticos, una atmósfera preñada de futuro, unos jóvenes candidatos que, en los orígenes del tiempo de la libertad, vestían los trajes nuevos de la ingenuidad, casi vírgenes, inmensos desde nuestra retina hambrienta de democracia. Sí. Tocábamos historia, no en vano la historia de los tiempos oscuros empezaba a cerrarse. El dictador yacía bajo la losa y la losa con que nos enterraba a todos se quebraba definitivamente. Treinta años después, el retrovisor nos retorna los días de la ilusión. Mucho más que unas elecciones. Mucho más que unos candidatos. Mucho más que unos partidos políticos. Y, en la euforia colectiva, mucho más que ciudadanos. Los homenajes que estos días dedicamos a los 30 años de democracia tienen un sentido profundo, quizá nos retornan al sentido profundo de lo que supimos conquistar como pueblo. Muchos han hablado, algunos de ellos fueron artífices de esos tiempos, otros conocen los rincones de la crónica política, los hay que la protagonizaron solemnemente, de manera que mi aportación sólo puede ser de relleno. Quede aquí escrito mi homenaje personal y, especialmente, mi recuerdo a Adolfo Suárez, cuyo trágico presente es el guiño macabro de la vida a un hombre que tuvo un gran pasado.

Sin embargo, en estos días de homenajes, recuerdos y panegíricos, encuentro a faltar la reflexión crítica. Y no me refiero al pasado, cuyo patrimonio ya es material de los historiadores, sino al presente. Treinta años después, ¿no es hora de empezar a revisar algunos de los cimientos que edificaron la democracia?; ¿no tenemos asignaturas suspendidas, pesadamente aplazadas, incómodamente pendientes? Tanto los 30 años, como la apatía actual que se respira en la calle, como los resultados electorales, con su abstención exclamativa y su nutrido voto nulo, ¿no deben movernos a algún giro comprometido de timón? Sé que, hoy por hoy, esto es un canto al viento, uno más de los ejercicios retóricos que los plumillas nos permitimos, para bien de la especulación intelectual. El tamtan que podamos hacer desde los medios, no parece que encuentre oídos allí donde tendría que ser escuchado. Expreso, en este sentido, una cierta derrota, la misma que percibí cuando, no hace mucho, hacía esta reflexión en Tribuna de Barcelona, o se la hacía al propio Pepe Montilla, en un amable encuentro, a pesar de que es un político que ha reflexionado al respecto.

Pero los partidos políticos, por decirlo eufemísticamente, aún no están dispuestos a perpetrar una catarsis colectiva que podría dejarlos en los huesos. Autodefensa, no tanto de los líderes políticos como de las maquinarias de partido que los amparan. Veamos. Sí. Se trata de ellos, de los partidos políticos. Hace 30 años fueron la base del edificio democrático, y en ellos se sustenta nuestro sistema de libertades. Pero, tres décadas después, el mundo ha virado unas cuántas veces, y lo que fue beneficio de un tiempo es hoy una pesada carga. Lo planteo fácil: los partidos políticos son el gran invento del siglo XX, y los ciudadanos ya habitan en el siglo XXI. En los tiempos de Internet, de la televisión interactiva, de los weblogs donde cualquier ciudadano es su propio líder, en los tiempos del individuo por excelencia, convertido en su propio interlocutor, unos partidos políticos anquilosados, con estructuras cerradas, opacas y democráticamente muy deficitarias, empiezan a ser un cuerpo anómalo. Quizá una rémora. No es posible que los instrumentos que fundamentan la democracia sean los más antidemocráticos del sistema democrático. Los votamos, nos representan, conforman la variedad ideológica de la sociedad, pero su vida interior está fundamentada en algunos de los peores defectos autoritarios. Si en algún lugar del mundo libre hay poca libertad, es en el interior de un partido político. Se condena la opinión disidente, se prima la fidelidad ciega por encima de la capacidad (auténtico paraíso de los pelotas de toda índole), se alimenta el liderazgo mesiánico y, al amparo de pretendidas asambleas virtuales, se trata a los militantes como si fueran rebaño. Todo ello, que era perdonable hace unos años, empieza a ser insostenible.

Por supuesto, existen otros aspectos importantes que también flotan pesadamente en el ambiente. La cuestión de una representación política más cercana, por ejemplo, mucho más cómplice con sus representados, que no los excluya por alejamiento. No soy de los que consideran necesarias las listas abiertas, ni me veo capaz de optar por alguno de los muchos modelos mixtos que existen en Europa, cada uno de ellos con sus miserias y grandezas. Ya nos iluminarán los expertos, pero me parece evidente que la opción actual, según la cual uno puede estar votando a un candidato de Segovia que vive en Murcia, y que representa a Segovia porque al partido le va bien moverlo como una ficha, está fuera de lugar y de tiempo. Y más aún, cuando el ciudadano que ha votado a una opción política no conoce a su representante directo, efectivo, sino a una cúpula de líderes sonoros y ruidosos que, lógicamente, se dedican a la macropolítica y no a la microproblemática ciudadana. Ya sé que los municipios, por propia lógica, son de otra naturaleza, pero incluso en este ámbito, que es el más cómplice con los ciudadanos, se percibe el hermetismo claustrofóbico de los partidos políticos.

Treinta años, que no son nada y son todo. Tiempos de memoria, recuerdo y homenaje. Pero cuando hayan pasado las fiestas, los elogios y los excesos nostálgicos, tendremos que empezar a tejer el futuro. Y no, no todo servirá del pasado.

www.pilarrahola.com

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