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Análisis:Puro teatro | TEATRO
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

"¡Vengo, vengo, 'amore'!"

Marcos Ordóñez

LA ROSA TATUADA es una flor extraña en el jardín de Tennessee Williams, siempre desbordado de plantas venenosas. Una comedia romántica que acaba bien, una celebración de la vida, escrita durante el periodo más feliz de su existencia, tras su luna de miel en Italia con Frank Merlo. Un "capricho italiano", que encontrará su anverso sombrío poco más tarde en La primavera romana de la señora Stone, su nouvelle más agónica y crepuscular: anhelo y temor en apartamentos pareados. Mientras la viuda señora Stone boga hacia la muerte, encarnada en un gigolo tan bello como letal, Sarafina delle Rose emprende el camino contrario: La rosa tatuada comienza también con la pérdida de un esposo totémico (y, bonus track, del hijo que esperaban) que muta en viaje hacia la luz, culminado por una doble resurrección. Pese a su ligereza de trazo, La rosa es un texto excesivo, como todos los suyos: largo (la función roza las tres horas) y sobrecargado de símbolos, desde ese carnero dionisiaco que ronda la casa hasta la flor titular, que TW multiplica por cuatro, para dejar bien claro que su territorio es el que Shakespeare bautizó como romance play, entre el cuento y la fantasía alegórica. Hubo una rosa tatuada en el torso del marido; Serafina vio brotar y desaparecer otra en su pecho al saber que esperaba un hijo; Estelle, la amante del muerto, se hizo tatuar una tercera, y lo mismo hará Angelo para conquistar a la viuda. Es rosa la camisa de seda que pasa de un macho a otro; hay rosas en el aceite capilar que los perfuma, y en los jarrones de la casa y las manos de los visitantes y, desde luego, en los nombres familiares: el marido se llamaba Rosario, Sarafina se apellida Delle Rose, y la hija de ambos es capicúa: Rosa Delle Rose.

El Shakespeare tardío de la inverosímil (y maravillosa) Cymbeline es, pues, su modelo clásico, pero tampoco cuesta encontrar ecos de Lorca (Doña Rosita, por supuesto, con su "rosa mutábile") o detectar una posible influencia en los primeros relatos de García Márquez: Macondo no está tan lejos, en espíritu, de esa pequeña comunidad italiana de la costa del Golfo, entre Nueva Orleans y Mobile, donde lo fantástico se vuelve cotidiano. Las insólitas coincidencias, raros puentes o resurrecciones simbólicas proliferan más allá del texto. El montaje que acaba de estrenarse en el Olivier (NT) londinense lleva, para empezar, dos firmas. Steven Pimlott, su director inicial, murió durante los ensayos, y hubo de sustituirle su amigo y discípulo Nicholas Hytner, responsable artístico del National, que se lo había encargado. Segundo círculo que se muerde la cola: Sam Wanamaker, en el rol de Angelo Magiacavallo, estrenó la obra en Londres, en 1959, y es ahora su hija Zoe quien interpreta a Sarafina. Zoe Wanamaker es una giganta diminuta (corrijo: una diminuta giganta), metroseséntica pero enorme por igual en tragedia (Electra, Otelo) que en comedia (Boston Marriage, His Girl Friday). Miss Wanamaker pasa prodigiosamente de un extremo a otro sin el menor sobresalto: intensidad pasional, dolor lacerante (pérdida, celos retrospectivos) en la primera parte, y un delicioso timing de humor benévolo en la segunda. Contención es el nombre de su juego: esa manera de musitar "Don't speak" cuando las vecindonas van a comunicarle la muerte de Rosario y todos esperamos un desbordamiento ululante, malacostumbrados por la versión cinematográfica de la Magnani. Otra escena. Sarafina está tendida en el suelo, en la penumbra de su cuarto de costura, mientras, al lado, tortolea su hija con el improbable marinerito virgen. Miss Z sólo mueve un brazo blanquísimo, como una planta exánime, privada de clorofila, y nos basta para adivinar su cuerpo entero y su entero duelo. O la mezcla de comedia y drama en cuestión de segundos, magistralmente servida por el autor: Sarafina intenta embutir el cuerpo en su antiguo corsé para asistir a la fiesta de graduación de su hija, y al minuto siguiente ha de lidiar con la noticia de que su adorado difunto le puso unos cuernos de aquí a Taormina. O el momento, puro De Filipo, en que TW condensa su talante de Gran Contradictoria: hace jurar al marinerito (Andrew Langtree), arrodillado ante la imagen de la Virgen, que se mantendrá casto, y a la que se levanta queda fascinada por su prieto trasero. Gran personaje, gran y matizadísima interpretación: sólo por miss Z valdría la pena acercarse al Olivier. En la segunda parte comienzan a brotar las rosas resurrectas. La hija está interpretada por Susannah Fielding, una espléndida actriz debutante. Sensual, encantadora, gran futuro. Crees estar viendo a Sarafina de joven, apasionada, voluble, anhelante de deseo. Darrell D'Silva es Angelo, el segundo Lázaro de esta fábula. Álvaro es un niño grande, pícaro, desarmantemente torpe: el nieto del tonto del pueblo, así se autopresenta. Apenas verlo, Sarafina lo clava: "¡El cuerpo de mi marido con la cabeza de un payaso!". Quien dice payaso dice asno, porque aquí los dos son Titania y Bottom. Y D'Silva parece (y actúa como) un joven Ernest Borgnine, el Borgnine de Marty (también dirigida por Delbert Mann, como la peli de La rosa: otro círculo al zurrón).

El duetto Sarafina/Álvaro ocupa la mitad del acto segundo y casi todo el tercero, y el público se lo pasa bomba, como se lo debió pasar TW escribiendo esa adorable mezcla de farsa, romance y cuento de hadas, rematada por un más difícil todavía: cuando la viuda de nuevo alegre clama, casi mozartiana, "¡Vengo, vengo, amore!", está recuperando al marido y al niño perdidos en una sola persona. Interpretaciones modélicas, estilizadísimas y veristas, como el montaje mismo, con el precioso decorado de Mark Thompson, eje central y metáfora giratoria: la casa de Sarafina, casi en blanco y negro de la RKO, con las persianas atravesadas por la luz de los camiones, contra un ciclorama de eterno atardecer rosáceo pintado por el Disney de Fantasía; el interior donde conviven la dulce mirada celeste de la Madonna y los inquietantes maniquíes de la zona de sombra. Realismo y magia en el mismo plano, como quería TW.

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