Obligados al consenso
Las elecciones del 15-J forzaron a los partidos a pactar las reformas para la nueva democracia
Cuando en la tarde noche de aquel Sábado Santo de abril de 1977 corrió la noticia de que, en un golpe de audacia, el presidente del Gobierno, Adolfo Suárez, había decidido la legalización del Partido Comunista, todo el mundo dio por hecho que en el mes de junio se celebrarían elecciones generales. Fue aquella la primera medida política de gran alcance tomada en España desde el fin de la Guerra Civil, no ya sin el consentimiento de la cúpula militar sino contra su manifiesta voluntad. Y entonces, o bien los involucionistas de las Fuerzas Armadas paralizaban el proceso y abrían una crisis de gobierno, o bien, si no lo hacían, quedaba expedito el último obstáculo para que los españoles acudieran a las urnas y eligieran un Congreso de diputados y un Senado por sufragio universal.
Los electores se encargaron de echar por tierra aquel diseño de gabinete
Los Pactos de la Moncloa pusieron las bases para ir saliendo de la crisis económica
En aquellos momentos, eso era lo único seguro: que habría elecciones y que a ellas acudiría el Partido Comunista, con sus dirigentes históricos a la cabeza. No se sabía cuál podría ser el resultado, de tantos partidos como florecieron en aquellas semanas, y se aventuraba por los entendidos que lo más probable sería un triunfo del partido del Gobierno, la Unión de Centro Democrático -que cumplía el papel desempeñado en Italia por la Democracia Cristiana a la salida del fascismo- flanqueado en posición subalterna por el Partido Comunista. Era lo que se conocía como salida a la italiana: una izquierda en minoría liderada por los comunistas y un gobierno de centro-derecha encargado de llevar adelante la transición a la democracia. Todo se había planificado para que así fuera: el sistema electoral con lista cerrada, distritos provinciales, un mínimo de diputados por distrito y el método D'Hont de asignación de escaños parecían suficientes para asegurar a UCD una cómoda mayoría.
Una mayoría para realizar lo que en la Ley para la Reforma Política se llamaba la "reforma constitucional" y cuya iniciativa correspondería al Gobierno y al Congreso de Diputados. Éste era el verdadero plan del Gobierno: asegurarse una sólida mayoría en las elecciones para proceder de inmediato a la "reforma constitucional". Y tiene su explicación que así fuera porque los anteriores planes de reforma de las Leyes Fundamentales, a las que distinguidos expertos en derecho político consideraban una auténtica constitución, habían tropezado en las Cortes orgánicas. De lo que se trataba ahora era de elegir un Congreso a la medida del Gobierno, que no opusiera resistencia a la culminación de la política reformista.
Las elecciones se celebraron, una minoría de españoles volvió a saborear el placer de depositar el voto mientras la mayoría lo sentía por vez primera en una memorable mañana de junio. Y, para sorpresa general, los electores se encargaron de echar por tierra aquel diseño de gabinete: la derecha que se reclamaba del régimen obtuvo un resultado irrisorio en relación con sus expectativas; el partido del Gobierno, a pesar de la ingeniería electoral, no alcanzó la mayoría; los comunistas sufrieron una profunda decepción; los nacionalistas lograron la minoritaria representación que correspondía a su electorado; las extremas derechas e izquierdas, atomizadas en decenas de partidos, fueron barridas del mapa; y el PSOE, un partido refundado hacía no más de cinco años, llegaba pisando los talones a UCD gracias a la fidelidad mostrada por sus tradicionales núcleos de electores.
Consenso: ésa fue la palabra que se impuso como principal resultado de unas elecciones que a nadie dieron la mayoría y repartieron equilibradamente los votos a derecha e izquierda. El primero de estos consensos se refería al pasado, a la amnistía general reclamada de manera unánime por la oposición desde meses antes de las elecciones, pero que el gobierno de Suárez no se atrevió a extender a los actos de terrorismo. La oposición volvió a la carga, aunque presos no quedaran por entonces más que los de ETA y de otros pequeños grupos terroristas. Todos fueron amnistiados por ley de 15 de octubre de 1977 que incluyó en su artículo 2º la extensión de la amnistía a los funcionarios que hubieran cometido delitos en su persecución. Tal fue el pacto sobre el pasado con el que los diputados proclamaron simbólicamente clausurada la Guerra Civil y la dictadura.
Pero no sólo de mirar al pasado vive el hombre. Había que enfrentarse a los problemas del presente. El principal, la crisis económica que, con una inflación galopante y desbocada, podía dar al traste con todos los proyectos políticos. También aquí el recuerdo de la República flotaba en el ambiente, sobre todo como lección de las cautelas que era preciso adoptar y de las medidas que no había que tomar. Y, de nuevo, se impuso el consenso: al pacto por la amnistía siguió en pocos días el pacto por la economía, los acuerdos firmados en La Moncloa por los dirigentes de todos los partidos políticos con representación parlamentaria, impulsados por Enrique Fuentes Quintana, echaron las bases desde las que fue posible ir saliendo de la crisis, aunque todavía quedara por delante un largo periodo bajo el peso de una inflación de dos dígitos.
En fin, tercer consenso, el que miraba al futuro. Los resultados electorales dejaron claro que de reforma constitucional no se hablaría nunca más y que no estaba en las manos del Gobierno fabricar una Constitución a su medida. Con el reparto de votos entre derecha e izquierda y la manifiesta hegemonía de los dos partidos situados más cerca del centro, las Cortes resultantes, sin llamarse constituyentes, estaban abocadas a elaborar una Constitución, no a dejar la tarea en manos del Gobierno para que reincidiera en el intransitable camino de reformar lo existente. Una Constitución que por necesidad habría de ser resultado de un acuerdo entre UCD y PSOE, ampliado por la izquierda al PCE, por la derecha a AP y por el centro a los nacionalistas catalanes y vascos. No fue así del todo, porque los nacionalistas vascos, jugadores de ventaja, se quedaron con la carta de la abstención en la manga; pero sí fue así lo suficiente como para que a partir de la Constitución se elaboraran los estatutos de autonomía de los que habría de resultar este Estado que, para bien más que para mal, es el nuestro, el de (casi) todos nosotros.
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